Marinero en Chamberí

Mercedes Bou Ibáñez



 

 Marinero en Chamberí
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Oigo rugir el mar, en mi ventana;
susurrando las olas en mi oído
se produce en mi alma un gran vahído, 
que de llantos inunda mi mañana.
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Es solo un vano sueño que desgrana
aquel sueño infantil nunca vivido,
ser marinero hubiera querer sido,
pero no llega el mar a mi manzana.
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Las olas en mis sueños se amontonan
pintan mi corazón con su hermosura,
como rey las sirenas me coronan.
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Su azul llena mi día de ternura,
sus aromas que nunca me abandonan,
alivian de mi alma su amargura. 
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Llega el llanto sin mesura,
¡Cuántos sueños de mares me perdí,
por nacer marinero en Chamberí.
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Mercedes Bou Ibáñez
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¡Ay que ver, lo cierto que es aquello que se dice de que con las piedras que te tiren te puedes hacer un castillo, pues sí parece ser cierto que se puede, gracias a las piedras que me han tirado estos últimos días, he descubierto una faceta en mí, que desconocía, no sabía que podía hacer fabulas y cuentos y mirad por donde esas pedradas me han abierto la vena cuentista, así que muchas gracias a todos los que me apedrean y, por favor sigan apedreando que me ayuda mucho a inspirarme.
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 Albricia en el País de las Letrillas
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Cualquier semejanza con alguna realidad conocida, 
es pura coincidencia, o no.
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Parecía que estaba en un rincón olvidado del siglo XIX, donde las moquetas eran más gruesas que las ideas y los sombreros más altos que las aspiraciones, así vivía Albricia , una mediocre con ínfulas de poeta, anclada en una época pasada y muy segura de su excepcionalidad. No era, como la vaca lechera, una poetucha cualquiera, de esas que matan moscas con el rabo; no, ¡Ella era o creía ser, la reina indiscutible del auditorio! Si alguien se atrevía a cuestionar su genio, ahí estaba ella, con su pluma, lista para desenfundar sus letrillas, esos empalagosos proyectos de poemas que, aunque tenían diferentes letras, repetían siempre la misma cantinela, "te quiero, me quieres, ya no me quieres, ya no te quiero, ya te vuelvo a querer, y así hasta el infinito y más allá".
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"¡Oh, la belleza de mis palabras!", exclamaba a viva voz mientras dejaba caer su tarjeta de visita en la puerta del Café de las Palabras Perdidas. ¡Albricia la Reina, Albricia la Reina!  Gritaba el auditorio exaltado, a lo que ella sonreía balanceándose con la misma gracia que un pato en un ballet. Presumía de buena persona, pero a menudo arremetía con saña y sin motivos contra aquellos que jamás le habían hecho un mal.
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Solía pasear por el bulevard de las Letras Pretenciosas, dejando su tarjeta de visita en todos los bancos.
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—Tus letras son joyas, tus versos, constelaciones; canturreaba, dejando caer su tarjeta más por costumbre que por intención de conocer las obras de los demás, ya que en realidad lo único que perseguía (esta no estaba ya en edad de perseguir  conejos) era que le devolviesen las visitas, pues se encontraba tan sola y vacía que iba mendigando visitas, repartiendo tarjetas en todos los bancos del bulevard.
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Y así continuaba su paseo, recogiendo flores de cumplidos en cada esquina, mientras su voz resonaba como el eco incesante de sus propias quejas. "¡Que si la luna es más hermosa que tu pluma!", "¡Que si los árboles se mueren de envidia al escucharme!", y un sinfín de frases que, aunque cambiaban un poco, seguían siendo la misma perfidia disfrazada.
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Pero no todo fue siempre risas. Un día de primavera, la lluvia trajo consigo un nuevo enjambre de talentos: jóvenes escritores cuyo ingenio deslumbró a todos, menos a la desatinada Albricia . Con cada golpe de su pluma, los nuevos talentos transformaban sentimientos en joyas literarias, y ante la asombrosa luz de su cosecha, ella tuvo que penetrar en la más oscura de todas sus miserias: la inseguridad.
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Para su horror, al volver a casa, sus tarjetas comenzaron a apilarse en el rincón de su estudio. Sin embargo, en lugar de ceder y reconocer el talento ajeno, decidió empeñarse en tirar su estéril puñalada creativa.
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—¡Mis letrillas brillantes son el oro que corona la cabeza de las musas! —bramó ante el espejo, ajena a la tristeza que había en el aire.
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Desde aquel día, mientras dejaba su tarjeta a cualquiera que pasara por la Plaza de las Letras, se decidió a escribir una nueva letrilla, la más repetitiva de todas:
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"Soy Albricia, cierro mis ojos. Critico lo que nunca conocí ni se hacer ni me veo capaz de aprender, si mi critiqueo trasciende y encuentro adeptos, en este palacio de las letras, seré siempre la reina. Pero realmente solo era la reina de un mundo vacío que creó con sus palabras, salidas del alma o de un palmo más abajo.
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Y así, en el País de las Letrillas, Albricia siguió disfrutando de su reinado sobre unos súbditos  que, realmente la ignoraban por lo repetitivo y trillado de lo que ella llamaba sus versos salidos del alma.
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Pero no dejaba de observar por la rejilla de su trono, a aquellos nuevos talentos que habían llegado con sus reglas y medidas a emponzoñar el País de las letrillas, sobre todo a la gallega sabihonda que era la más ponzoñosa de todas, que aunque nunca había tenido nada con ella, aprovechaba la más mínima ocasión para ponerla a caldo.
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Con el tiempo todo se pone en su lugar y la verdadera, la autentica poesía, esa que no necesita normas ni poetas, esa que flota entre las nubes de algodón, esa que se mece con las amapolas, esa tarda en florecer, pero siempre aparece, aunque sea a través de un torpe pajarillo perdido en la tormenta, quien nos la traiga en el pico.
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Autor: Merche alias La Ponzoñosa (gracias Alicia)
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Gracias a Alicia por inspirarme, pero ustedes no vayan a confundirse pensando lo que no es, la Alicia a la que me refiero es a Alicia en el país de las maravillas, el famoso cuento de Charles Lutwidge Dodgson, bajo el seudónimo de Lewis Carroll, a quien pido perdón por parodiar de un modo tan burdo su hermoso cuento.

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Comentarios +

Comentarios1

  • Pilar Luna

    Mercedes, te vas a meter en un lío, pero te da lo mismo. Buenas noches.

    • Mercedes Bou Ibáñez

      Pilar, no es delito devolver las piedras que nos tiran, que las que necesitaba para hacerme el castillo ya las tengo.



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