Tiempos de desamor

Berta.



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Un día que el viento arrastraba los  recuerdos como hojas secas, Berta, un alma solitaria se asomaba a su balcón vestida de nostalgia. El cielo se tornaba gris justo cuando la luz del sol se atrevía a asomarse, como si supiera que hoy, como en muchos días anteriores, su luz sería ineficaz para iluminar un corazón en sombra. Aquellos ojos, que una vez compartieron el fulgor de los agostos llenos de promesas, ahora observaban las nubes descoloridas de un noviembre interminable.
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Su mirada, anteriormente brillosa y llena de vida, había caído en un abismo de desamor, atrapada en un laberinto donde cada esquina traía consigo un nuevo dolor. ¿Dónde estás?, preguntaba al viento, esperando que fuera capaz de devolverle un eco, como un último hilo de voz que le rozara el alma. Pero ni el viento, que solía llevar su risa a lugares lejanos, parecía tener las respuestas que anhelaba. En cambio, sus palabras se disolvían, convertidas en siluetas vacías que desaparecían al instante.
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Las petunias, antaño vibrantes y cálidas, habían marchitado, sus hojas caídas como las lágrimas de un corazón que se niega a sanar. Su aroma, que una vez llenara el aire con dulzura, ahora era solo un susurro perdido entre sombras. La indiferencia del sol dolía más que su ausencia; se reía, como si no comprendiera la pérdida monumental que su luz, tan ajena, había causado.
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En esas tardes melancólicas, mientras la lluvia caía dibujando besos imaginarios sobre el pavimento, un charco traía a la memoria su rostro: el ángel de la risa, el que había existido en un mundo paralelo, un recuerdo que cortaba como cristal. Cada gota que caía parecía llevar consigo un eco de tiempos felices, ahora ahogados en la tristeza más profunda.
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Desamor, ese barranco abierto y doloroso que había arrastrado los sueños y las ilusiones, se convertía en un grito mudo. Berta sentía su corazón como una guitarra sin cuerdas, una canción cuya letra había sido devorada por la tristeza. En su soledad, las palabras ya no fluían; se quedaban atrapadas, desnudas, solitarias en sus hojas en blanco. La poesía, que antes brotaba de sus venas como un torrente vibrante, ahora se sentía vacía, sin combustión, sin fuego.
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Rumor de risas, ecos de promesas, todo se había vuelto un espejismo en tormenta. Su cama, testigo silencioso de noches de desvelo, seguía atesorando ríos de sollozos, esos mismos que brotaban en momentos de vulnerabilidad. Miraba a su alrededor, y en cada rincón encontraba fantasmas, recuerdos que se burlaban entre susurros.
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El desamor la había convertido en un alma en tinieblas, una sombra que vagaba buscando su lugar en un mundo que había dejado de tener sentido. Así, entre lágrimas negras, días eternos y noches muertas, se dio cuenta de que estaba atrapada en una prisión que ni el tiempo podría deshacer. Y en esa cruel soledad, su corazón sin dueño anhelaba un amor que la rescatara de ese silencio espeso, de ese vacío que la consumía, que la hacía olvidarse hasta del eco de su propia voz.


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