Luz de luna

Berta.



 

Berta se sentó en la orilla del mar, sus pies descalzos hundiéndose en la arena fría mientras las olas rompían suavemente a su alrededor. Cada vez que el agua regresaba al océano, traía consigo sus recuerdos, como si el mar supiera el secreto de su corazón.
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Ella miró al horizonte, donde el cielo se encontraba con el agua en un abrazo distante. La luna, en su esplendor plateado, reflejaba la tristeza que pesaba en su pecho, una tristeza tan profunda que la hacía sentir que el mundo a su alrededor se desvanecía.
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Aquel día en que conoció a Marcos había sido un día como ninguno. Un susurro entre las olas, una sonrisa que había encendido su alma. Su risa era un río de luz; un soplo de brisa que le recordaba que aún había magia en la vida. 
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Desde aquel instante decisivo, ella lo llevó inscrito en cada rincón de su ser, aunque sabía que la memoria es traicionera y, con el tiempo, uno se aleja de lo que ama. Berta sintió que su corazón se encogía con el simple pensamiento de que él podía haberla olvidado, mientras ella permanecía anclada al pasado, un barco hundido en la tormenta de la melancolía.
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Las olas seguían su danza interminable, como una sinfonía trágica que tocaba las notas de su alma. Se cerró en su propio mundo de recuerdos, maldiciendo su incapacidad para dejar ir. No había poetas cuerdos que pudieran entender la tristeza que la abrumaba ni palabras que pudieran enredar la esencia de lo que había vivido con él. 
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El amor era un tejido frágil, y ella, un extraño en su propio corazón. A veces, se encontraba cerca del abismo que los separaba, sintiendo el terror de enfrentarse a la distancia que había crecido entre ellos como una sombra impenetrable.
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Los años la habían cambiado, había aprendido a vivir con una tristeza que se volvía su compañera más fiel. Sus ojos, alguna vez brillantes con la luz del amor, ahora estaban velados por una nostalgia que la perseguía a cada instante. 
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Berta dejó escapar un suspiro ahogado como las olas que se desvanecían en la arena, casi deseando que el tiempo pudiera devolverle aquel instante perdido, aunque en el fondo sabía que nunca podrían ser lo mismo. Ese instante se había disuelto en un soplo de viento, llevándoselo todo como un eco lejano.
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Justo cuando más pensaba en la soledad, una chispa de esperanza se encendió en su interior. Tal vez, algún día, el destino les permitiría volver a encontrarse. Su corazón latía con fuerza en su lado izquierdo, como si, a pesar de todo, un amor antiguo seguía brotando en silencio, intentando resistir. 
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Pero cada vez que se aferraba a esa ilusión, la realidad le respondía con una risa amarga; el postigo de su puerta seguía medio cerrado, un obstáculo que la mantenía alejada de su anhelo más profundo.
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Sola en la orilla, contemplando aquel reflejo de luz de luna que ya no la guiaba, Berta comprendió que había momentos en los que el brillo se apaga. Sin él, vivir se sentía como un laberinto sin salida; sus recuerdos la atrapaban, transformándose en la niebla que la mantenía cautiva en su propia tristeza. 
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La luna, aunque resplandeciente en el cielo, parecía distante y fría, como un faro que ya no iluminaba su camino. En su corazón, la esperanza se desvanecía lentamente, dejándola sin fuerzas para continuar la lucha. 
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Y allí, en la arena fría, reflejada por un rayo de luz de luna, estaba la sombra de lo que un día fue Berta dejando escapar sus lágrimas a chorro, ante un adiós silencioso a un amor que, aunque inalcanzable, había dejado huella en su ser dejándola sin esperanzas ni fuerzas para luchar .

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