Morir de amor

Berta.



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Berta caminaba por las calles del barrio, con cada paso resonando en el silencio de su alma. Las hojas caídas crujían bajo sus pies, como si el suelo mismo murmurara sus penas. Ayer lo había visto. A él, el único que había llenado su vida de colores, que había hecho que cada día valiera la pena. Pero ahora, se deslizaba por las aceras del vecindario, del brazo de otra, como si la historia que compartieron jamás hubiera existido. 
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Quería relinchar como un potro, así se sintió, con un impulso salvaje que brotaba desde lo más profundo de su ser, una necesidad irrefrenable de liberarse de las cadenas de la rutina y dejarse llevar por la libertad de lo desconocido.
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Caminó un poco más y su mente la transportó al recuerdo de aquellos días despejados, donde el amor se desbordaba en cada mirada furtiva y en cada risa compartida. Pero todas esas memorias ahora se convertían en flechas que le atravesaban el pecho, puntiagudas y frías. La vida la había dejado a la deriva, su corazón ardiendo en un fuego frío, una tortura sin calor, donde cada latido era un recordatorio de lo que había perdido.
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Las calles, que una vez fueron su refugio, ahora eran un laberinto de soledad. Veía las sombras de su felicidad pasar de largo, ajenas a su sufrimiento, mientras sus celos mutaban en criaturas insaciables que se aferraban a su ser, desgarrando la poca cordura que le quedaba. Era consciente de su culpa, de esa incapacidad de valorar lo que tenía, de dejar que la inseguridad nublara su juicio. Las hienas de sus celos clamaban por venganza, pero en el fondo sólo deseaba el regreso de aquellas risas perdidas.
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Y en medio de este torrente de emociones, un grito ahogado bullía en su pecho, queriendo salir y pedirle a él que volviera, que todo volviera a ser como antes. ¿Por qué se había marchado? El barrio había perdido su brillo, su esencia, desde que Marcos se fue. Su ausencia transformó las risas en ecos lejanos, los colores en gris, y el amor en una sombra difusa.
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Sola en su desconsuelo, Berta observaba cómo el tiempo avanzaba despreocupado. Ella, en cambio, sentía que cada segundo se convertía en una eternidad, y cada día sin él era un paso más hacia el abismo de la desesperación. Comprendía que lo más valiente era dejarlo marchar, pero el simple acto de aceptarlo le resultaba insoportable. La cobardía que la ataba al dolor la envolvía en una niebla densa, oscureciendo cualquier atisbo de esperanza.
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En su mente, la idea de huir comenzaba a tomar forma. La higuera del parque, que siempre había contemplado con desinterés, ahora se convertía en una posible vía de escape. La vida se le había vuelto un trance insoportable y deseaba con todas sus fuerzas que el sufrimiento se detuviera. El eco de las risas que compartieron, la melodía que solían bailar juntos, era un lamento que la acompañaba, una sinfonía de recuerdos que la invocaba a unirse a su amor en otro plano.
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Así, Berta caminó, siempre hacia adelante, aunque su corazón anhelaba el pasado. El mundo seguía girando, pero ella se sintió atrapada en un instante que jamás podía volver. La tristeza la envolvía como una nube, y la penumbra se instalaba en su ser mientras los sueños de un mañana sin él se desvanecían, uno a uno, hasta caer en el olvido... Hasta morir de amor.

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