Megáfono taurino

Salvador Galindo

a De Rokha

La maquinaria feliz de las ciudades se hizo escombro

cuando saltaste de tu fúnebre cuna

y escupiste tu canto choro a forma de metralla.

Los demonios de la vida cotidiana,

por tu paladar fueron bautizados,

y ensimismados exigieron su sangre

única y exquisita

tal como los grises vegetales

del último de los edenes.

 

El amor fue la roca con la que puliste el filo de tu soberbia.

Tu cabeza y tu bolsillo vastos de compromiso,

Tus cuernos militantes,

tu Chile densamente ebrio,

redescubierto como amante.

Con el puño férreo, desde el país de los grises, pareces decirme:

“Te invito a reconocerte en mi mundo.

Para cuando tengas mi edad sabrás callar tu paz y sublimar tu guerra”.

 

Te imagino ante las enaguas florales del caos,

escondiendo la belleza en tus ojos rubicundos.

A ti se te aparece la hipocresía como matador,

y juras socavarla en arrojo de cuernos pulcros

como implorando a la pangea y al amor de tu palabra.

Sí, tu palabra vasta de raíces, de donde reverberan

las vocales y consonantes de poemas futuros.

Sí, y así dices, cabrio macho:

“Para universos en blanco y negro,

espíritus claroscuros”.

 

Fiel a todo lo que te sabe a choreza,

tu imagen por siempre moneda,

redimida de precio.

Así, grítale al mutante capitalista,

el gusano de la discordia ha perdido su manzana

pero ha encontrado en ti la tinta

para inmortalizar su arrastrarse por la tierra.

Pero no creas que está santificado,

hasta su baba podría ser agua bendita.

 

En un hondo aliento me sujetas a tu país de funerales

y ciudades con tentáculos,

me llevas al Chile de todos los días

con sus blancos de Nada,

sus azules de Resaca,

y sus rojos de Furia, o Lascivia.

Todos esos no son epítetos suficientes

para las entelequias constantes

de una larga y angosta faja de tierra,

a forma de espermatozoide exiliado

dentro del óvulo viudo, virginal y menstruante que es América.

 

Mira a la equidistancia de nuestro mundo,

su doblemente ambigua dualidad.

Con tu alquimia de carbonada,

condimentas pensamientos y corazones,

y dejas al desnudo la pueril complacencia de todas las cosas.

 

Como por barrios rurales te me apareces

en los compartimientos de la conciencia

e invitas a recorrer los idilios baratos del fin del mundo

con pies tempestuosos, llenos de ternura y choreza.

Titán, haces que mire mi hogar con ojos abismales

y que reconozca en mi comodidad el abismo

sobre el cual me he arrojado durante años

y no quisiera regresar ya para imitarte.

 

Gritarle a la muerte: ¡puta de ocasión!

Gritarle a la vida: ¡puta cara! pero sola, pero una,

todo eso me legas entre pliegues de luto,

y tu verdadera forma el decibel primero,

salvaje y filosófico de una torrencial música

con un nombre tremebundo.

 

Tú, solo megáfono, confiésalo:

de un golpe y sin pensarlo,

te bebiste un concho de angustia

y te hartaste de todos, y te jubilaste de todo

y te empachaste de todos

y compusiste, más allá de aureolas y cachos,

tu ópera prima: el Absoluto.

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