Soledad

Berta.





En su pequeña ciudad costera, donde el susurro del mar se entrelazaba con el viento, Berta caminaba por la playa al anochecer. Era un ritual que había adoptado, un refugio donde las olas podían cantar las melodías de tiempos pasados. 
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La luz plateada de la luna se reflejaba en las aguas oscuras, y era en este paisaje, tan familiar y al mismo tiempo tan lejano, donde su alma navegaba entre el dolor y la nostalgia.
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Berta se sentía como una navegante perdida en un vasto océano de recuerdos. Sus días estaban infundidos con el eco de un amor que había sido todo para ella, un amor que ahora parecía desvanecerse como las sombras al caer la noche. 
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Se sentaba sobre las frías dunas, su alma desolada, mientras el viento acariciaba su rostro como un susurro olvidado. El desierto de su soledad se extendía ante ella, donde las risas y las caricias se habían marchado para nunca regresar.
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Recordaba a Marcos: su risa profunda, su mirada intensa, y aquellas noches llenas de promesas bajo el cielo estrellado. Cada beso había sido un pacto de amor que la envolvía en calidez, como un abrigo en medio del invierno más cruel. 
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Ahora, sin él, cada latido parecía resonar en el vacío; su corazón, una torre aislada en medio de un sordo mar de rugidos. La soledad la abrazaba, fría y despiadada, y cada día se sentía más desprovista del karma que antes había llenado su existencia.
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Mientras observaba el horizonte, los violines surgían en su mente. Eran melodías que flotaban en el aire, como ecos de grandes amores que habían dejado una huella en su ser. Su alma anhelaba la musicalidad de aquellos días, cuando cada instante vibraba con la pasión de la vida. 
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Pero su corazón, ahora endurecido por el dolor, se sumergía aún más en el silencio, un océano de olvidos donde cada ola arrastraba consigo otra parte de su esencia.
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Berta alzó la vista hacia la luna, su mágica estrella. La contemplaba con ternura, como si pudiera sentir la calidez que una vez brotó de aquellos ojos llenos de amor. La luz serena se derramaba sobre ella, y por un instante, el peso del mundo parecía aligerarse. 
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La luna, testigo de sus amores y desamores, le guiñaba un ojo con una promesa de esperanza.
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Pero, a pesar de la serenidad nocturna, la inseguridad la acompañaba. La soledad se enredaba en su pecho, ahogando la fragilidad de sus esperanzas. Miraba al mar, ese vasto abismo que parecía devorar sus sueños, y se preguntaba si alguna vez podría volver a amar. 
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La idea la aterraba; el amor, con sus dulces promesas y sus ardorosos ecos, también había sido causa de su tormento. Era un juego arriesgado que temía volver a jugar.
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Con cada paso en la arena, Berta sentía que el tiempo se detenía, y a lo lejos, el murmullo de las olas se tornaba en un canto. Un canto de amor y soledad, de esperanza y desconsuelo. Con el corazón en un hilo, buscaba respuestas en las estrellas, anhelando el calor que había perdido. 
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Pero en su pecho había una verdad que no podía ignorar: la soledad era un recuerdo de lo que había sido, y solo el amor podría llenarla una vez más, como las olas que besaban la orilla.
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Y así, en la penumbra de la noche, Berta se levantó, inspirando profundamente la brisa salina que traía consigo el aroma del pasado. Tal vez, en su búsqueda entre las sombras y los recuerdos, encontraría de nuevo la valentía de amar. 
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Tal vez, un día, podrá compartir sus abrazos y sus risas, y la soledad que hoy la agobiaba se disolvería en aquel océano de recuerdos, dejándola libre para construir su nueva historia, una historia donde el amor y la luz se entrelazaran una vez más.

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