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Como cada noche, Berta se sumergía en un mar de recuerdos, inmersa en la soledad de su habitación. Las estrellas eran testigos silenciosos de sus lágrimas, que caían como el agua salada del océano que solían recorrer juntos. En su mente, aquellas noches heladas se transformaban en un oscuro y helado abismo.
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Sabía que su amor había partido, pero cada rincón de su ser anhelaba que él estuviera allí, ofreciéndole paz con el roce de sus manos en su piel.
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Las caricias de Marcos eran para Berta como el aire que respiraba; sin ellas, sus sentidos se sentían encarcelados, prisioneros de una agonía sutil. A menudo creía ver su rostro en el reflejo de la luna, que se alzaba brillante sobre el horizonte, justo donde solían abrazarse, dejando que las olas lavaran sus preocupaciones. Pero esa ilusión era carente de vida: sólo era la soledad de su corazón llamando al vacío.
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Los días se deslizaban en una monotonía dolorosa. En cada paso que daba, la distancia le pesaba como una cadena invisible. Cuando veía a parejas de enamorados de la mano, su interior crujía como el hielo quebrándose. Ellos no sabían que su felicidad le arrancaba fragmentos de su propia alma, llevándola al borde de la locura, donde las sombras danzaban burlonas alrededor de sus pensamientos.
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Los amigos decían que la lluvia caía, pero en sus ojos, tan llenos de lágrimas, el mundo se tornaba gris. A veces, se sorprendía hablando en voz alta a la cama vacía, donde la almohada se erguía como su confidente silencioso. Quisiera que supieras, amor, comenzaba sus monólogos, repitiendo su mantra de nostalgia, aferrándose a la esperanza de que algún día él regresara, como las olas que regresan a la orilla.
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Sin embargo, una tristeza abrumadora la envolvía en su insomnio interminable, y en el rincón del corazón donde había florecido el amor, ahora sólo quedaban espinas. Ya he perdido mi norte, pensaba, mientras miraba al horizonte, donde el mar se fundía con el cielo en una línea quebrada. En su mente, el amor no era sólo una promesa; era un eco constante de lo que alguna vez fue.
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Así pasaron las estaciones: la brisa de verano ya no traía el aroma del mar, sino el frío en su pecho de un invierno inacabado. Cada amanecer traía consigo la repetición de una rutina de melancolía, y cada anochecer, la esperanza marchita de que un día volvería Marcos, como el sol, volvería a iluminar su vida.
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Pero el tiempo seguía avanzando, implacable, dejando un eco sordo de sus suspiros en la soledad de su cuarto.
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Hasta que una noche, mientras el mar rugía, Berta sintió que el peso de su amor perdido la aplastaba. La luna brillaba inalcanzable, reflejando su desolación, y en un impulso irrevocable, decidió que ya no podía seguir. Con el corazón desgarrado, saltó por la ventana. En su mente, se aferró al recuerdo de Marcos, ese abrazo que la había hecho sentir viva, un refugio que ahora era solo un eco en la distancia.
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En el aire frío, mientras caía, su interior se iba desvaneciendo, y con cada segundo hacía un pacto silencioso de que, en algún lugar eterno, se encontrarían de nuevo. Su cama, aún impregnada de su perfume y de viejas risas, quedaría vacía, pero el rincón de su alma allí donde guardaba la esperanza ahora solo albergaba su adiós.
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Quisiera que supieras... susurró al viento, llevando consigo el último suspiro de su amor mientras las olas mecían a Berta en su último sueño.
- Autor: Berta. ( Offline)
- Publicado: 14 de septiembre de 2024 a las 11:09
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 14
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z.
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