Sombras

Berta.




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El silencio se deslizaba entre las grietas de la casa de adobe, donde vivía Berta. Asomada a la ventana solía pasarse las horas rememorando una vida que había estado marcada por un amor que nunca llegó a ser, como un espejismo en el desierto. 
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Desde la infancia, el amor había sido para ella un susurro, una melodía perdida que bailaba en el aire, pero siempre a una distancia que nunca alcanzaba.
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Berta había creído en las promesas susurradas de su juventud. Soñaba con ser una amante apasionada, con sentir el abrazo firme de alguien que la anhelara tanto como ella a él. Pero al crecer, sus ilusiones se desvanecieron como la niebla al amanecer. 
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Los rostros de quienes se cruzaban en su camino se tornaron en sombras, y cada intento de acercarse solo le trajo una nueva herida. Los ojos que buscaba estaban diseminados en el horizonte, pero nunca se posaron sobre ella.
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Aquel día, mientras un cielo plomizo se cernía sobre el pueblo,  Berta se encontraba sentada en su ventana, observando como las nubes se arrastraban pesadamente. Era una escena que se repetía: el mismo paisaje, la misma soledad. 
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Se preguntaba si el amor era un misterio que solo existía en los relatos grandilocuentes de otros: aquellas historias de apasionados encuentros, promesas eternas y noches estrelladas. Para ella, aquellos relatos eran solo ecos de un mundo que nunca conocería.
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La tristeza la envolvía, y su corazón, una vez lleno de esperanzas, se había transformado en un lugar desolado, donde las sombras reían y se burlaban de sus anhelos. Con cada latido, sentía que su ser se fragmentaba, como si las cadenas que una vez la sostuvieron con fuerza ahora la asfixiaran. 
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Recordaba el temblor de su voz al confesar su amor por primera vez; recordaba los ojos que no brillaron al escucharla, la risa nerviosa que intentó borrar su vergüenza. Todo eso le parecía una vida ajena, un relato ajeno que simplemente no podía ser parte de su historia.
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Despojándose del rayo de sol que entraba por la ventana, Berta se convirtió en un habitante de la tristeza, buscando refugio en el eco de sus propios pensamientos. Las paredes de su habitación eran ahora su único consuelo y su única prisión. 
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Los días se estiraban como sombras, y la vida fuera de su habitación se perdía en una neblina gris. Con los sentidos maltrechos y el alma desgastada, cualquier atisbo de esperanza se evaporaba en el aire, dejando solo el susurro de su aliento.
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Así, se dejó llevar por la anarquía del dolor, la resignación se apoderó de su ser. En su corazón, la soledad se convirtió en su más fiel compañía. Deseaba que el tiempo se detuviera, que la vida no avanzara más allá de esas cuatro paredes que la mantenían confinada a sus pensamientos amargos.
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Una noche, mientras el viento aullaba con la fuerza de mil recuerdos, Berta sintió que el ciclo había terminado. Con un suspiro que resonó como un adiós, cerró los ojos y soñó con un amor que nunca existió. 
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La muerte, le parecía más dulce que seguir arrastrando el peso de una vida que nunca fue suya. Así, silenciosamente, se despidió del mundo, dejando tras de sí un eco triste de promesas no cumplidas y amores que quedaron olvidados en los rincones de su mente.
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El pueblo continuó girando, indiferente a la ausencia de la chica que había buscado el amor en los lugares equivocados. Y entre las sombras, en un rincón de la casa  se quedó una historia trágica y melancólica, atrapada entre líneas de un poema que solo ella había llegado a entender.
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En la penumbra de la habitación, un silencio sofocante reinaba. La tenue luz de la luna se colaba por la ventana, proyectando una sombra en la pared. Desde la distancia, se podía distinguir una figura oscura, balanceándose lentamente bajo el techo.

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