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En un rincón olvidado de su memoria, Elena guardaba los ecos de un amor que floreció en los días dorados de su juventud. Eran tiempos de sueños y promesas imborrables, donde las palabras ocultaban un mundo de sensaciones que aún la hacían temblar. Entre risas y miradas furtivas, conoció a Lucas, su primer amor, un joven de risa contagiosa y actitud rebelde. Don Juan, lo apodaban sus amigos, y su aura de misterio la envolvía como un perfume embriagador.
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Las tardes pasaban lentas, envueltas en la luz dorada del ocaso. Elena y Lucas se encontraban en un parque, bajo la sombra de un viejo roble cuyas raíces parecían sostener el peso de sus secretos. Allí, compartieron confidencias, risas y también anhelos, ese fuego que arde entre dos almas inquietas. La poesía brotaba entre ellos como un manantial inagotable; era en esos momentos que ella comprendía que su vida giraba alrededor de ese corazón indómito.
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El deseo crecía con cada encuentro, y el tiempo parecía un cómplice de sus anhelos. Su cuerpo vibraba al contacto con la piel de Lucas, cuyas caricias despertaban en ella un torrente de emociones. Aquella sensación de euforia compartida, esa promesa de desbordar la pasión en un encuentro furtivo, era todo lo que deseaba. Pero también la inquietud, el miedo al dolor de la pérdida, se asomaba cada vez que contemplaba sus ojos.
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“¡Ay, cuánto yo diera por llevarte al catre y a la luz de luna gozar de tus carnes!” Solía susurrar en su mente, aunque nunca se atrevería a pronunciarlo. La posibilidad de que su amor se desbordara en un instante intenso la llevaba a la locura; una locura que no tenía comparación. Pero la vida, como un río indomable, les arrastró por caminos diferentes y las circunstancias se interpusieron entre ellos.
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Años más tarde, Elena miraba por la ventana de su casa, observando las hojas caer al suelo, recordándolo todo. “Este amor que siento no puede borrarse”, pensó, mientras acariciaba el viejo diario donde había escrito su historia. Las palabras, grabadas con fuego y sangre, continuaban ardiendo en su corazón.
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El eco de su risa aparecía en sus sueños, en noches de insomnio, cuando su mente vagaba por paisajes de pasado. “Vivir sin amor, ¡menudo desastre!”, se decía a sí misma, mientras las lágrimas surcaban su rostro. Sin amor, la vida era un camino solitario, un oscuro callejón sin salida. Pero el amor que había nacido en su corazón seguía, inquebrantable, como un faro a pesar de la tormenta.
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Y así, entre la melancolía de lo que había sido y la resignación de lo que ya no volvería, Elena vivió. Supo que aquel primer amor, por muy efímero que resultara, había dejado una huella imborrable en su piel, un "hasta siempre" que resonaría en la eternidad. Porque aunque el tiempo avanzaba y la vida trajera otros amores y desamores, en su pecho siempre habría un rincón reservado para Lucas, el chico que hizo latir su corazón al compás de versos, sueños y susurros perdidos al viento.
- Autor: Berta. ( Offline)
- Publicado: 21 de septiembre de 2024 a las 11:54
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 10
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z.
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