Setas

Berta.



 

En un rincón remoto de una comarca olvidada, vivía una mujer cuya belleza no estaba en su apariencia, sino en su espíritu libre y lengua afilada. 
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Cierto día, un mozo forastero, de aspecto desgarbado y de nombre Bernabé, llegó al pueblo. Su semblante era una farsa, una máscara grotesca que parecía haber sido forjada en algún rincón oscuro de la feria de vanidades.
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 Su rostro, que evocaba la imagen de un merlo viejo y desmañado, provocaba carcajadas en todos los que osaban cruzar su mirada.
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Bernabé, a pesar de su pobre figura, se atrevió a cortar a aquella mujer con una confianza mal disimulada, como si el destino mismo le hubiera concedido derecho sobre ella. 
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Se acercó con palabras untuosas y engañosas, pensando que su astucia bastaría para seducirla. Pero la mujer, lejos de ser presa fácil de sus tretas, lo miró con una mezcla de diversión y aunque sabía que debía habérselo quitado de encima con el palo de la escoba, algo en su desfachatez la hizo invitarle a la alcoba, más por burla que por deseo.
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Bernabé , iluso, pensó que había conquistado el trofeo más codiciado, sin saber que su destino estaba sellado.
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El primer encuentro, como todos los que vendrían después, fue una farsa. Él, con su vanidad y prepotencia, pretendía ser lo que no era; pero la mujer, acostumbrada a las trampas de la vida, pronto le despojó de sus disfraces.
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Al ver su verdadera naturaleza, lo mandó lejos, como quien expulsa a un perro sarnoso, cansada de sus tretas y de sus promesas vacías.
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Pero la vida, en su caprichosa ironía, le presentó otro igual de insulso. El segundo mozo, aunque no menos despreciable que el primero, consiguió seducirla con un galanteo vacío. 
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Su cortejo fue una maraña de mentiras, y ella, por un breve instante, cayó en las redes de su falsa seducción. Este se llamaba Nicomedes, relamido y vanidoso, que se pavoneaba como un gallo de corral, creyéndose el dueño de su corazón. 
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Y así, por las vueltas inexplicables del destino, acabó siendo su esposo.

Sin embargo, el matrimonio con aquel ser presuntuoso se reveló como una cadena insoportable. Nicomedes, en lo de amar, no era más que una burla. 
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Los rumores decían que el acto del amor debía durar al menos diez minutos, pero la mujer, con amarga ironía, constataba que Nicomedes apenas alcanzaba tres, y eso, con gran esfuerzo.
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Cansada de su incompetencia, tanto en el lecho como en la vida misma, decidió que ya no lo soportaría más. Recordando la fórmula que había funcionado con el primero, optó por preparar otra vez aquel plato amargo de setas, símbolo de su hastío y de su deseo de liberación. 
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Y así, con una sonrisa en los labios y el escobón a la mano, preparó su venganza silenciosa, mientras el viento nocturno susurraba en su oído promesas de libertad.

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