Necrofilia

Salvador Galindo

De todos los recovecos del mundo

de toda la algarabía de los laberintos

tenía que encontrarte en el rincón más oscuro

recién salida del cubículo mortuorio

con la vista perdida en la luz

una luz más pálida que la de una estrella agonizante.

No dices nada pero tampoco lo callas,

solo aguardas el deseo que no puedes percibir

bajo tu cuerpo perfecto, inerte, helado.

El silencio te vuelve herméticamente sensual

y cada gesto de estatua que imagino que modulas,

vuelve el acto una ceremonia de hielo fúnebre,

un rito de fluido y estancamiento.

Cada movimiento va trazando el desvío por el que las sensaciones impulsan el instinto de muerte,

y tú la conoces mejor que nadie,

ese privilegio exquisito de estar del otro lado pero a la vez estar aquí, sintiéndote,

dentro pero fuera de ti misma,

configurando en la carne tu propio obituario,

inaugurando un amor póstumo

más allá del tiempo y sus cadáveres,

que puede vencer incluso la descomposición de la materia y la putrefacción de los sentidos.

El signo de lo profano va coronando lo sublime,

los gusanos ya no pueden seguir esperando,

cómplices de este encuentro furtivo y taciturno.

Lo único más encantador que la muerte

es ahora el lazo que amarra esta sangre, este dolor con tu alma sin envase,

únicamente viva bajo este sueño enfermo, este placer subterráneo

sin ley ante la ironía de la eternidad.

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