Establecido en el mundo, constituido en las circunstancias, supeditado día a día al irrebatible eterno partir, poco a poco

Milber Fuentes

Cuando era niño —aunque ya contaba con 27 años—
conocí a una niña hermosa en un lago.
Ella, mucho menor,
me convirtió, sin saberlo, en hombre.

Me embelleció como el primer trazo en un lienzo virginal,
desplegando una gama infinita de colores
que, tal vez, siempre habían estado allí,
esperando la mano que los revelara.

Puso luz con una pátina firme y decidida,
mezclando los colores como quien conoce
los secretos más profundos del universo,
interpolando cada tono como si leyera los astros.

Y fue solo después —mucho después—
cuando comprendí que la amaba,
profundamente,
como se ama lo irrecuperable,
lo que nos transforma y luego desaparece.

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