Limites transgredidos por unos silencios impositivos que a como dé lugar realizan sus deseos.

Milber Fuentes

Promesas rotas, abandonadas en las esquinas del deseo.
Ella, diminuta en cuerpo, pero inmensa en ansias,
se rinde ante la sed de sus propios labios,
transgrede su voluntad para abrazar
la pasión que ha ido cincelando, día a día.
Sus ojos—dos pozos de sombra—
demandan lo que el silencio le niega.
Él la desviste, pero ella, audaz,
se adelanta en despojarlo de lo que lo separa
de su piel, del calor de sus venas.
En un movimiento que el tiempo ni la razón sostienen,
lo toma. Él, ya no más suyo, es apenas
un eco de su voluntad cavernosa,
un instrumento que ella guía
con manos pequeñas, pero seguras.
Sobre él, vigila, observa,
como quien traza un mapa sobre la piel del deseo.
Cree dominar, cree que el control es suyo,
que cada movimiento es una respuesta al latido
de su propio placer, a su ritmo.
Pero, en el último instante,
cuando los gemidos son apenas un eco
en el silencio de la madrugada,
él, expedito, se retira,
rompiendo la línea de sus anhelos.
Un beso sellado en la boca del silencio.
Ella no ha sido saciada,
y su silencio es el reclamo que la noche
no se atreve a contestar.
Él, entonces, cede.
Cediendo, la adentra en un nuevo terreno,
donde el placer es una frontera que ha de cruzar
sin mapas, sin guía, solo con el grito
de su cuerpo, que ya no le pertenece.
Ahora, en el borde de lo soportable,
toca la puerta de sus propios límites.
El deseo, una vez liberado,
ya no obedece más reglas
y, con un suspiro, pide parar.
Pero ya no hay regreso.
El placer ha trazado nuevos caminos,
y la única ley que queda
es el deseo de más. 

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