Volcán

Salvador Galindo

Puro fuego decías sentir

jurando consumir con eso mis entrañas

envolver con ese manto de luz mi alma impía

pero tu pretendida pureza acabó cediendo al polvo.

No cabía allí otra religiosidad que la de nuestro sexo

por eso interpretabas mi devoción a tus formas

como un impostado confesionario,

una eucaristía adeudada y sublimada en el pecado.

Subsumías con ese fuego mi herejía,

pretendías que viera en tus tiernos relieves el busto de Dios

para lograr la conversión definitiva

y volver nuestra sangre el sacrificio,

pero todo lo que restó de aquella ceremonia

fue consumido por su propio desengaño

saturado por el agnosticismo del corazón

por la apostasía que acabó relegándome del templo

y profanando nuestra presencia.

Yo, ángel caído

tú, Judith,

profusa, completamente radiante en su temeridad,

cegado por tu ambigua presencia

sigo cayendo

porque continúas en la memoria cual magma

que palpita luego de haber sido expulsado

de la manera más ígnea y destructiva.

Luz se vuelve cuanto toco

Y carbón cuanto abandono:

Llama soy sin duda alguna”

Rezaba Nietzsche en su Ecce Homo

y así este volcán que persiste en su erupción

(la metáfora extraviada de aquella pasión incendiaria)

continuará conspirando durante las noches

mortalmente claras,

sofocándonos

avasallando el espacio

donde solíamos saborear la carne del abismo,

al borde de la cama a punto de quemarse

callando deliberadamente y a espaldas del sacramento,

cada una de nuestras virtudes

para luego desaparecer, sobrepasados,

demasiado corroídos para salvaguardar las bendiciones

y sortear el cálculo milenario de la creación.

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