De sus ojos emanaba un embrujo que cautivaba mis sentidos, una lacia y brillante cabellera qué casi le llegaba a su cintura y los domingos era transformada en gajos que envidiaria el más bello rosal en primavera.
Su cadera era delgada y bien torneada como una guitarra apenas moldeada por el fajón del uniforme colegial.
Brillaba en mi primer pensamiento al levantarme, luego en mi tránsito al colegio pasaba por ella, la saludaba con un beso en su roborosa mejilla y marchabamos juntos al colegio.
La convertí en mi oración prioritaria a recitar cada mañana al levantarme, en la cual yo me sentía el sujeto y ella el predicado, pero cada día que pasaba sentía que esa oración estaba inconclusa.
Nos sentábamos uno al lado del otro en el aula, en el recreo compartíamos lo que comprabamos, éramos grandes amigos, los mejores, le pedía permiso a sus padres para invitarla al cine en la vespertina dominical, pero primero degustabamos helados en la cafetería, antes ibamos a pasear al malecón para recrear la vista viendo una luna hemerger de las profundidades del río, una tarde me dijo que quería bajar a caminar por la arena de la playa, y en las escalinatas la agarré de su mano para evitar que resbalara, pero continuamos agarrados a lo largo del río, tal vez ella, sin darse cuenta de ese detalle que me hizo ver más que una luna llena, un enjambre de mariposas luminosas danzando alrededor de la luna reflejada en el espejo del agua.
Los domingos por la mañana íbamos a misa y luego al parque, y nos sentábamos en el prado a observar los tortolos enamorados arrullando a sus tórtolas.
Transcurrió el año he hicimos hasta lo imposible para quedar en el mismo curso del siguiente año. Pasó el tiempo y cada vez eramos más unidos y mi corazón latía cada vez más acelerado, la esperanza me desesperaba, pero la paciencia era mi más grande virtud.
Y llegó ese grado de fin de año en que ambos fuimos invitados, esa noche estrené un vestido entero confeccionado por mi madre en paño vicuña, blanca camisa de seda que contrastaba con una corbata estampada y unos zapatos negros de charol, y mi madre roció mi vestido con un fino perfume aerosol que usaba mi hermana la mayor dándome la bendición, y mi padre me proporcionó el dinero para comprar el regalo que le daríamos a la compañera graduanda a nombre de los dos, no sabía bailar y los zapatos nuevos me hacían más difícil ese acto de danzar al compás de los acordes de la orquesta que dio inicio a la fiesta interpretando el bello Danubio Azul, pero me las ingenié para no hacer el ridículo, dado que una de mis hermanas las noches anteriores me daba clases de como bailar ese Vals sin pisarle el largo vestido de Tafetán azul qué ella también estrenaría.
Y bailamos toda la noche y me sentía el estudiante de la segundaría más feliz del mundo, pero el brindis y los cocteles entonaron mis sentidos y me infundieron el valor suficiente para desalojar de mi alma la timidez y el miedo, y este se disfrazó de desición y tuve el coraje de creer que había llegado el momento de comunicarle mis sentimientos, y muy decidido intuí que había llegado ese momento, el momento indicado de colocarle los acentos, las comas y guiones a esa oración inconclusa que se alojó en mi alma desde el primer día que la conocí, la oración que yo rezaba todos los días al levantarme, pero ella me dijo que le hacía falta algo más, y ese algo se lo colocó al final de esa oración inconclusa para que fuera completa, y era un punto. el punto Final y sin una despedida me dijo adiós para siempre.
Pero nunca la olvidé, aún la recuerdo como lo que añoré con toda mi alma qué fuera, pero nunca pudo ser.
- Autor: juan sarmiento buelvas ( Offline)
- Publicado: 8 de octubre de 2024 a las 21:06
- Categoría: Amor
- Lecturas: 19
- Usuarios favoritos de este poema: Antonio Pais, Augusto Fleid, Josué Gutiérrez Jaldin, Pilar Luna, Mauro Enrique Lopez Z., Sergio Alejandro Cortéz
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