Lo veo ahí, agonizando, es Ego, ese ser grotesco que una vez se creyó invencible.
Sus ojos, antes llenos de arrogancia, se hallan hundidos, opacos, sin luz, su rostro deformado por el peso de su propia existencia.
Su cuerpo, inflado de orgullo, se desinfla con cada jadeo, cada respiración es un esfuerzo vano por aferrarse a lo que ya no tiene sentido.
Las venas de su vanidad se retuercen bajo esa piel ya gris y seca como la ceniza, esa piel que alguna vez fue su armadura, ahora lo asfixia.
Está de rodillas, intentando levantarse una vez más, como si en su último aliento aún creyera en su propio poder.
Pero no puede.
El suelo lo llama, la gravedad de su falsedad lo hunde.
Y yo, que lo observo en esta escena patética, siento una mezcla de repulsión y alivio.
Este ser que gobernó, que dictó deseos y miedos, está por fin muriendo.
Lo veo y le susurro, a su oído -mírame-, pero no puede sostener mi mirada.
Sus labios tiemblan, buscando las palabras que alguna vez lo salvaron,
pero ahora solo emiten gemidos rotos.
Sus manos arañan la tierra, desesperadas, como si pudieran escapar de lo inevitable.
El fin se cierne sobre él, y lo sabe.
Ya no hay escape.
Cada segundo que pasa es una eterna agonía.
Su cuerpo se contrae, como si quisiera aferrarse a una última chispa de vida,
pero esa chispa se apaga lentamente.
Lo veo derrumbarse, como una torre construida sobre ilusiones, cayendo sin gracia,
sin ruido.
Una muerte lenta, sin pena, sin gloria.
No hay lamentos, no hay gritos desesperados, solo el eco de su respiración que se apaga, un susurro que muere en el aire.
El Ego ha caído.
Y ahora, en este instante frío y lúgubre,
Yo que soy el único que atestigua este suceso, cavo su tumba con manos firmes.
Cada palada de tierra es una liberación, un acto final de despedida.
No hay dolor en este entierro, solo una sensación de justicia, de cierre.
Bajo la tierra, lo entierro profundamente, donde no pueda volver, donde su sombra no tenga más alcance.
El suelo lo envuelve, lo reclama, y el silencio que queda es abrumador.
Ya no escucho su voz, ya no se siente su presencia.
El aire, por primera vez en mucho tiempo, se siente puro.
El espacio que él ocupaba ahora este vacío, pero no es un vacío aterrador.
Es un vacío lleno de posibilidades, de vida.
Me levanto, y camino lejos de esa tumba,
donde el Ego yace, sin flores, sin epitafios, una muerte que no pide perdón.
El fin definitivo de un ser que nunca fue.
- Autor: Austin Mora ( Offline)
- Publicado: 20 de octubre de 2024 a las 11:41
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 16
- Usuarios favoritos de este poema: Sergio Alejandro Cortéz, Josué Gutiérrez Jaldin, Antonio Pais, Tommy Duque, Polvora
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