Las brujas del bosque

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En un rincón olvidado del mundo, donde los árboles se alzan como guardianes de secretos antiguos y el viento susurra las historias de quienes cruzaron sus senderos, había un bosque que respiraba soledad. Las sombras se alargaban al caer la tarde, y la luz del sol apenas lograba penetrar el denso dosel de hojas. Era un lugar donde el tiempo parecía haberse detenido, y, sin embargo, la vida se movía en sus rincones más oscuros, guiada por figuras etéreas.

Se decía que en el corazón del bosque habitaban las brujas, seres misteriosos que conocían los lamentos de los árboles y los susurros del viento. Nadie sabía de dónde venían, pero su presencia se sentía en cada rincón: en el crujido de las ramas, en el murmullo del arroyo, y en las noches en que la luna se ocultaba tras las nubes. Las brujas eran las guardianas de la soledad, tan antiguas como el propio bosque, y su magia se alimentaba del aislamiento y la tristeza de aquellos que se aventuraban en sus dominios.

La gente del pueblo cercano las temía. Habían escuchado historias sobre viajeros que se habían perdido entre los árboles, atrapados por la seductora melodía de una risa lejana, o por el brillo de un fuego que nunca ardía en realidad. Aquellos que se acercaban al bosque, cargando su propia soledad, regresaban transformados: con miradas perdidas, como si la tristeza las hubiera marcado para siempre. Se decía que las brujas absorbían la pena de quienes se adentraban en su reino, regalándoles a cambio un atisbo de compañía, aunque fuera fugaz.

Así, los solitarios encontraron en las brujas un reflejo de su propia angustia. Las imágenes de sus rostros se unieron a los ecos de risas pasadas, como recuerdos de lo que podrían haber sido. En el susurro del viento, en el crujir de las hojas, parecía haber una promesa de consuelo, un pacto silencioso con la soledad que, aunque aterrador, resultaba familiar. Porque a veces, la soledad no es sólo vacío; es el eco de un anhelo profundo, el deseo de ser entendido, aunque sea por seres tan inalcanzables como las brujas del bosque.

Y así, el bosque continuó su danza de sombras y luces, tejiendo historias de melancolía y terror. Aquellos que se aventuraban no sólo buscaban respuestas, sino también un eco de sí mismos en el corazón de las brujas; un recordatorio de que, aunque la soledad puede ser un destino aterrador, también es un reflejo íntimo de lo que somos. Las brujas, reinas de la penumbra, sabían que en su reino no sólo habitaba el terror, sino también la esencia misma de la existencia: la búsqueda de conexión en medio del abismo de la soledad.

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