Recuerdo que fue uno de los peores inviernos, los periódicos apuntaron que fue el más frío de los últimos treinta años.
Los días eran profundamente tétricos; el sol, las nubes y los árboles eran negros, al menos para mis ojos y mi ser que se hundía en depresión. Durante aquellos días se me había hecho habitual el whisky y el cigarrillo. Diciembre junto con el invierno eran crudos, y aunque me refutaban las fiestas de la época, lo sentía; en la piel, en los dedos, y en el cotidiano aliento putrefacto de todo lo que me rodeaba.
El calendario que corría a prisa, como un jaguar, había devorado a enero y febrero, y cazado repentinamente al mes de marzo del nuevo año, pero todo cambio aquel abril, cuando Lizbeth, apareció nuevamente en mi vida después de una década de conocerla en la preparatoria. Llegó, como un auto arrollando a un gato negro; todo fue absurdo y repentino.
Yo no creo en cosas de magia, ocultismo, dioses o destino, y sin embargo sostengo, que su aparición, bien pudo ser una mezcla de todo ello para salvarme o salvarnos de todo. Ilusionado, no sentí el transito del mes de abril, y me olvide de mi tristeza, mientras escribía cartas y poemas que le hacía llegar a ella con el viento y en las alas del colibrí que frecuentaba su balcón. Y así mi interés y atención, no la dejó alejarse el resto del año, hasta por fin coincidir una tarde noche del treinta uno de diciembre, sentado a su lado; en la banca frente a su casa, bajo la gran luna blanca de aquellos días. Aquél fin de año, todo me pareció de lo más maravilloso;vlas hormigas lucían su imponente tórax rojo al caminar sobre la tierra, cargando hojas hacía su nido, eran solferinas las buganvilias que brillaban en los jardines de las casas cercanas, y pese a que era de noche, yo sabía que sobre las montañas, los flamboyanes florecían con la misma intensidad de las flores de su vestido. Al despedirnos, brillaban sus ojos, y nos abrazamos. Fue un abrazo con toda la ternura del mundo.
No sé cuánto tiempo ha pasado hasta el día de hoy, pero esta tarde saldré con ella a caminar, bajo los árboles verdes, colmados de hojas, e iré poblando su camino de florecillas silvestres. Hoy seguirá creciendo nuestro amor -como crece el cañaveral- mientras comemos dulcecitos de leche y chocolates, porque nos amamos.
- Autor: Juan Beltrán ( Offline)
- Publicado: 7 de noviembre de 2024 a las 14:10
- Comentario del autor sobre el poema: Visita mi página web: wwwjbeltran.art
- Categoría: Amor
- Lecturas: 12
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