LLUVIA

Iturrizaga

Llovía. Pero aquella no era una lluvia ordinaria, no era el simple golpeteo de gotas sobre el suelo, no era ese tic tac entre el que juegan los niños, ni la lluvia de esas noches de amor, de baile y orquesta, no era de esas lluvias de dominguero atardecer, no era; era una caída densa, casi sólida, casi viva, casi era el tiempo mismo el que llovía, como si el cielo mismo se desgarrara en una herida punzante de agua, de agua, de agua sí, de agua seca para un río harto. Aquel líquido transparente, aparentemente inocente, cual niño dormido entre sus telas, tocaba todo con una furia silenciosa, trocaba el sueño en desvelo, deslizándose cual serpiente de venenos sin nombre, cuál soga que buscaba un cuello, un hálito. Y en el aire había algo, algo quizá más vivo que la misma lluvia: un silencio extraño, ajeno a las letras del silencio del sueño de un infante, asfixiante, atenazante que silenciaba las memorias que flotaban, uno que consumía todo lo que era, uno que clamaba entre sus acordes, un vacío que parecía alimentarse del miedo mismo y regurgitar los gritos que se consumían entre sus hilos, escupir las almas que su peso devoraba y morder con saña.

Las primeras gotas cayeron sobre mí, cayeron lentas, no las vi venir, cayeron como letras de misa sobre el corazón de un vagabundo, rozando mi piel como caricias quemantes, como un cirujano sin guantes, desdibujando mi piel y dejando la flor roja de mi carne desnuda ante mis ojos, chispeantes volutas de humo que consumían mi cuerpo roto. La sensación fue instantánea, eléctrica y visceral como el llamado de la carne, como el rayo que partía mis nervios, una punzada ardiente que se extendió, que creció, primero en pequeñas gotas, indefensas canaletas surcando mis pieles, y luego en ríos, trepidantes y constrictoras devoradoras del alma, como veneno que iba contaminando cada célula, que consumía cada átomo de este ser, que me desvelaba las ansias de rápidamente volar. El pánico golpeó mi pecho, con la fuerza que descontuyaba mis costillas y aplastaba como una cereza deformada el corazón y mi alma ya envenenada, y el instinto me hizo correr, entre las neblinas oscuras de esa lluvia que buscaba el réquiem de mi sangre,  pero no había refugio, no había rincón ni pared, no había escudo para las gotas que desmenuzaban mis dedos con sus ansias de rata, que me separara de aquella lluvia que parecía estar viva, que me perseguía, como si me buscara, como si me deseara, cual si fuera ella, mi destino.

Cada paso que daba me hundía más en aquella trampa líquida, mis tobillos corrían solos, mi mente se debatía entre el lodo, mis manos se desgarraban y mis pensamientos gritaban todo. Mis brazos comenzaron a temblar, mis piernas se volvían torpes; podía sentir cómo cada centímetro de mi piel se convertía en un campo de batalla donde la vida intentaba resistir, donde mi cuero muerto se debatía entre las garras de la Lluvia, donde el ácido helado de esas gotas mordía con la ferocidad de mil arlequines que me despellejaban vivo. Miré mis brazos y mis manos y, horrorizado, vi cómo los huesos se fundían entre los amasijos que antes albergaban lo que llamaba mi alma, el tiempo que se desvanecía, la sangre escupida por mis estertores arrítmicos, al ritmo de la Lluvia que no cesaba.

El dolor crecía, en oleadas intensas, como el mar de Fukushima, el viento que como yo se doblaba, que me desbordaba esa cosa oscura, llenando cada rincón de mi cuerpo. La piel, mi protección, se deshacía, se caía en trozos, inertes papeles que se hacían polvo entre mis miembros, y debajo, las capas de carne podrida se abrían, los nervios quedaban expuestos, latiendo con la desesperación de algo que se sabe vulnerable, como gatos acosados por los lobos, como el alma que se escabullía de la criatura viva, de la Lluvia que la perseguía. El ácido se filtraba en mis venas, en mis músculos, en mis huesos, el ardor del fuego líquido, de la griega llama que alborotaba mis sentidos, que hacía con mis gritos lo que le placía; podía sentirlo avanzar como una marea implacable, como dejaba la osamenta impecable de nácar de mis corroídos huesos. Y mientras el dolor me consumía, algo más oscuro se asentaba en mi mente: la certeza de que no había escapatoria.

Intenté gritar, pero no tenía boca, no había aire, era atmosfera espesa, cargada de aquella esencia corrosiva que entraba en mis pulmones, era pesada mascara que me desbrozaba, quemando desde adentro. Mis labios rojos de sangre muerta, mis dientes diluidos, mi lengua enfebrecida, todo se convertía en un amasijo de tejido hinchado, lastimado. Sentí cómo cada bocanada se volvía una puñalada de fuego que se extendía por mis pulmones, que explotaba mi pecho consumiéndome en su veneno, desgarrando las paredes de mis órganos internos, desparramando mis entrañas y licuando mis recuerdos, comiendo pausadamente mis huesos. Cada respiración era un riesgo, una amenaza, un paso más hacia el abismo. La Lluvia seguía cayendo, implacable, inmisericorde, como si el mundo hubiera decidido purgarse de toda vida, como si el resto del suelo licuado en el que me escoraba se deshiciera entre sus guadañas.

Mis ojos. Sentí el ácido quemar mis párpados, filtrarse en mis córneas. Mi visión. Mi mundo se tornaba borroso, mis pupilas eran confusas; cada parpadeo era como si una cuchilla se hundiera en mi retina, consumiendo el oro de lo que llamaba ojos, rompiendo la frágil película de lo que alguna vez fue mi vista. Todo se teñía de rojo, de negrura, de sombras. Todo era la Lluvia. El mundo alrededor de mí se desintegraba, y mis sentidos se sumergían en una oscuridad absoluta, con las humeantes babas blancas que se arrastraban hacía mí, que se tornaban en neblina y me acorralaban. Solo me quedaba el tacto, el dolor creciente que me envolvía, como un abrazo final, el fuego en el que nadaba, sin tocar el aire, sin ser alguien ya.

La lluvia continuaba su descenso, cumplía su deseo; mi cuerpo ya no era un cuerpo, sino un resto de carne humeante, de huesos que, incluso ellos, comenzaban a agrietarse, a deshacerse bajo la mordida de la Lluvia. Podía sentir cada célula renunciar, las ultimas convulsiones de una carne que ya no era ni carne ni mía, cada fibra rendirse en aquel griterío silencioso de destrucción. No había sangre, pues la Lluvia la bebía tan rápido que no alcanzaba a manchar el suelo, se agotaba entre las fauces de esas gotas que me desmenuzaban. Todo era absorción, aniquilación. Era como si la vida misma estuviera siendo arrancada de mí, como si me diera la espalda el alma que era mía, fragmento por fragmento.

El tiempo ya no existía, perdí el compás del reloj, todo era un interminable segundo de agonía, se medía solo entre los gritos que me consumían en mi silencio. Mi mente se retorcía entre los jirones de pensamientos que lograban mantenerse despiertos, atenazados por sus cuellos por miles de garras, de la Lluvia, entre la desesperación y la entrega, entre el terror y la aceptación. El dolor alcanzaba un punto que era casi poético, el momento idílico, el destino perfecto, como si la intensidad máxima se transformara en algo inefable, en una paz macabra, ese sueño del que no volvía a despertar, deseaba morir, quería a mi historia ponerle un final, pero !YA¡.

Mi último pensamiento fue tan tenue como una hoja en el viento arrastrada por el destino inexorable que lo llevaba tan lejos, un susurro perdido en el estruendo de la nada, un jirón de mi anterior “yo”. La última sensación fue de frío, un frío abrasivo que comenzó a envolverme mientras la Lluvia cesaba de devorarme y empezaba a consumirme, cuál si esa Lluvia se volviera una con la víctima. Mi cuerpo dejó de ser cuerpo, mi carne dejó de ser carne, mi vida dejó al fin de ser mia, y el tiempo me soltó, me liberé de esas cadenas de dolor y floté entre los gritos que me rogaban con un postrero adiós. Me desvanecí en la nada, en aquella oscuridad eterna que me esperaba, indiferente, y era diferente, llegaba sin irme, al vació infinito que me devoraba, y agradecí caminar al borde, saberme a un paso del abismo, terminar con el tormento y saltar, saltar y huir del tiempo.

Y en el último segundo, justo en el borde de la inexistencia, entendí que aquel dolor era la única certeza.


"Lluvia" 2024
Khali©
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