Conspiración del deseo: Emociones incontenibles que se fortalecen en unos cuerpos que simplemente piden más

Milber Fuentes

La noche, siempre conspiradora,

extiende su manto de murmullos y tragos.

Ella, embriagada de audacia, decide —casi

sin razón— buscarlo.

 

Toc, toc, toc.

El sonido seco contra la madera

rompe el fulgor que el vino le otorgó.

Su valentía, antes ardiente,

se enfría en la humedad del aire.

 

La puerta se abre

como si el tiempo conspirara

para borrar la distancia que los separaba.

Él la mira sin sorpresa,

como quien recita un viejo secreto:

"No hay espacio para los dos".

 

Pero ella no titubea.

Se sienta en sus piernas,

sus labios latinos, rompiendo

el cristal del silencio.

 

Sus besos son relámpagos:

pulsos que despiertan

a la soledad que los había rondado.

Y sus manos —mapas de carne—

trazan caminos donde el deseo

es la brújula.

 

Cuando la luz despierta,

los rescata brevemente,

pero el deseo —ya eterno—

ha escrito su nombre en sus pieles.

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