¿Todo conocimiento impone obligaciones éticas a quienes lo poseen?

Iturrizaga

 

Una exposición por Khali

Cuando era niño, mi abuelo solía pasar las tardes sentado en una silla junto a la ventana, con un libro abierto en sus manos y un reloj de arena en la mesa que parecía medir, con implacable exactitud, no solo el paso del tiempo sino también la finitud de las palabras que alcanzaba a pronunciar antes de que los granos se agotaran. Ese reloj, al principio un simple adorno en mi percepción infantil, una curiosidad que mi abuelo solía utilizar para conocer el momento de terminar la lectura y afrontar su día a día, comenzó a ejercer una atracción hipnótica sobre mí. ¿Qué significaba que la arena cayera sin detenerse? ¿Por qué los granos, diminutos y numerosos, desaparecían en el bulbo inferior como si se trataran de fragmentos de un universo que se desvanecía a cada segundo? Me sentaba frente a él, tratando de detener el flujo con mis manos o invirtiendo su posición para comenzar de nuevo, jugando con el reloj, volteandolo de mil formas y sacudiendolo hacia arriba para que los granos saltaran de nuevo al bulbo superior, pero incluso entonces me asaltaba una certeza que no podía nombrar: cada instante vivido era un instante perdido. Y con ello, germinaba la pregunta: si el tiempo es finito, si su transcurrir es inevitable, cual lo es el de un río en su cauce, ¿qué responsabilidad tengo sobre los momentos que he decidido no usar?

El reloj de arena fue el primero de muchos objetos que me confrontaron con la realidad de que poseer un conocimiento no es una condición pasiva. No basta con entender que el tiempo transcurre; esa comprensión trae consigo una carga, un deber ético ineludible. Al saber que el tiempo se escapa, se instala la obligación de aprovecharlo de manera consciente, de resistir la tentación de dejarlo caer sin propósito. El médico que sabe que cada segundo es valioso para salvar una vida, el bombero que cae en cuenta que un minuto más o un minuto menos puede cambiar para siempre la vida de tantas personas, el agente de antiexplosivos que coquetea con la muerte y mira nervioso el cronometro. Pero ¿cómo delimitar aquello que es significativo? Esta pregunta, que parecía derivar de un simple adorno en una mesa, comenzó a resonar con una profundidad abrumadora en los años que siguieron.

Poco tiempo después, cuando ingresé a la escuela secundaria, hace 3 años, me regalaron una calculadora científica. Aun la recuerdo hoy, pues era un objeto fascinante en su simplicidad, un rectángulo de plástico sencillo, simplemente una cajita “mágica”, con sus botones que dibujaban cifras en la pantalla que, sin embargo, contenía la capacidad de resolver problemas que yo apenas podía formular. Al principio, la utilizaba con un deleite ingenuo, introduciendo cifras al azar solo para ver cómo respondía. Pero no pasó mucho tiempo antes de que me encontrara enfrentando un dilema que no había anticipado: aquella máquina, que me ofrecía resultados precisos con una rapidez asombrosa, también me confrontaba con la distancia entre el acto de calcular y el acto de comprender. La calculadora me permitía abstraer fenómenos complejos, convertirlos en números que podía manipular, pero esa abstracción eliminaba inevitablemente el contexto, las texturas humanas y los matices que se desdibujaban en las cifras.

Fue en esa época cuando comencé a preguntarme si el conocimiento abstracto no exigía una forma distinta, más deliberada, de ética. Saber cómo resolver una ecuación no era suficiente; debía entender lo que esa ecuación significaba en el mundo real, qué vidas afectaba, qué consecuencias tenía. Una fórmula matemática que predijera el colapso de un puente no era solo una sucesión de cifras; era un aviso, un llamado a actuar antes de que las consecuencias se materializaran. Pero ¿y si no actuaba? ¿Sería responsable por el daño que ocurriera, incluso si mi único papel había sido comprender los números sin intervenir? Este pensamiento me atormentaba, y con él comenzó a gestarse la convicción de que poseer conocimiento implicaba siempre una relación ética con el mundo, incluso cuando el mundo no exigiera explícitamente esa relación.

Otro objeto, más sencillo, pero no menos revelador, me enseñó una lección similar años después. Era una lupa, un instrumento que mi padre, abogado apasionado de su trabajo, pero exhausto de su monotonía, solía usar para leer las letras pequeñas de los contratos y los papeles de los juicios que revisaba en su escritorio. En un momento de aburrimiento, tomé la lupa y salí al jardín, donde comencé a examinar todo lo que encontraba: hojas, insectos, piedras. La lupa ampliaba mi visión, revelándome detalles que antes no podía percibir. Pero mientras exploraba, descubrí algo inquietante: si enfocaba la luz del sol a través de la lente, podía quemar las hojas o incluso lastimar pequeños insectos. Me di cuenta, con un sobresalto, de que aquel objeto que había utilizado para observar también tenía el poder de destruir. Y con esa realización vino una pregunta más difícil: ¿qué responsabilidad tenía sobre lo que decidía ver y, aún más, sobre lo que decidía ignorar?

La lupa, como el reloj de arena y la calculadora, no era solo una herramienta. Representaba una ampliación de mi capacidad de percibir el mundo, pero esa ampliación no era gratuita. Al ver más, adquiría una obligación hacia lo que veía. No podía permitirme la comodidad de la indiferencia frente a lo que el instrumento revelaba. Y, sin embargo, también me di cuenta de que el conocimiento que poseía estaba inevitablemente limitado. Siempre habría cosas que no podría ver, cosas que no podría entender. Este límite, lejos de eximirme de responsabilidad, parecía imponerla con mayor fuerza: si mi conocimiento era parcial, debía actuar con mayor cuidado, consciente de las lagunas que dejaba atrás.

A lo largo de los años, estas experiencias aparentemente triviales se fueron tejiendo en una comprensión más amplia de lo que significa poseer conocimiento. Saber algo –cualquier cosa– no es un estado neutral. Cada vez que aprendemos, adquirimos un poder, y con ese poder viene una obligación. Esta idea, aunque simple en su formulación, es profundamente perturbadora en su aplicación. Porque implica que no podemos desentendernos de las implicancias de lo que sabemos, incluso cuando no queremos enfrentarlas. El médico que entiende la gravedad de una enfermedad no puede ignorarla sin traicionar su conocimiento. El científico que descubre un riesgo ambiental tiene el deber de alertar al mundo, aunque hacerlo implique riesgos personales o profesionales. Incluso el observador más pasivo, aquel que simplemente contempla un reloj de arena, una calculadora o una lupa, está obligado a preguntarse qué hará con lo que ha visto.

La pregunta de si todo conocimiento impone obligaciones éticas no admite respuestas fáciles. Pero si algo he aprendido de estos objetos y las reflexiones que han provocado, es que la ética no es una opción. Es una consecuencia inevitable de saber. Y cuanto más sabemos, más pesada se vuelve esa carga. Tal vez, al final, el verdadero desafío no sea adquirir conocimiento, sino aprender a llevarlo con la dignidad y la responsabilidad que exige. Porque el conocimiento, en su esencia, no es solo un poder; es, también, un recordatorio constante de nuestra obligación hacia el mundo.

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