Hoy me he encontrado reflexionando sobre lo efímero de la vida.
Me acosté con dolor de cabeza y soñé con mi madre. La veía triste y, al mismo tiempo, sentía mis pies fríos. Al despertar, le compartí mi sueño, y entonces ella me contó que había estado contemplando la plaza, recordando los momentos en que la cruzaba para ir a abrazar a Pili.
Mientras escribo estas palabras, me invade la reflexión sobre lo efímeros que somos, cómo el tiempo se nos escapa entre los dedos y cuán a menudo olvidamos lo fundamental que es abrir un espacio al afecto. Ese cariño que no se apresura, que fluye lentamente como un río tranquilo, sin prisa ni exigencias. Un vínculo que, quizás, solo se percibe en los silencios, cuando las horas parecen disolverse y perder su peso. ¿Por qué permitimos que el temor o la indiferencia apaguen nuestra capacidad de amar otra vez? Somos tan vulnerables en nuestra búsqueda de algo inmortal, sin notar que lo más profundo se encuentra en los detalles que parecen insignificantes, en los actos cotidianos cargados de una vida que trasciende.
Hace quince días, el hijo de la señora de la tercera edad la llevó a su casa para pasar una temporada. Meses antes, ella le había entregado las llaves a mi madre, diciéndole: “Hasta cuando yo me muera”. Ella la cuidaba, limpiaba su casa y pasaba solo algunas horas allí. Tenía Parkinson, y desde que llegó a España, le ofreció compañía y ternura.
Antes de partir, la señora le dijo al hijo que ahí estaba el cuaderno donde guardaba las cuentas, para que le pagara a mi madre, en caso de que ella ya no estuviera.
Esta mañana, falleció. El hijo llamó para avisar que la iban a sedar, y mi madre decidió ir a despedirse. Cuando llegó a Zaragoza, ya había muerto. Llevaba flores, pero él le pidió que las dejara en el cementerio.
Ahora, en casa, me encuentro con la ausencia que dejó su partida. Es extraño percibir su vacío, sobre todo al recordar cómo le pedía ayuda para mover un sofá o acompañarla al huerto. Siempre atenta, respondía con la quietud de quien sabe que la simple presencia es una forma de sanar.
Hace un tiempo, la señora me dio dos faldas escocesas que corté para hacerlas más cortas. Con la tela que sobró, me haré una boina. Vivía cerca de nosotros.
Mientras la tela aguarda convertirse en una boina, pienso en cómo los lazos no se rompen del todo. A veces, un objeto, un sueño o un gesto bastan para recordarnos que el amor no muere, solo se transforma en memorias que nos acompañan.
Azucena Ibatá Bermudez
- Autor: Azucena Ibatá Bermudez 🌼🍃 (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 28 de noviembre de 2024 a las 20:37
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 15
- Usuarios favoritos de este poema: Josué Gutiérrez Jaldin, alicia perez hernandez, Antonio Pais, Mauro Enrique Lopez Z., Andy Lakota👨🚀, EmilianoDR, Classman
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