ELEGÍA DE UN SOLDADO HERIDO

RICARDO V

Un soldado yace herido

en su trinchera de muerto,

y abandonado al destino

conversa con los misterios

que caminan sigilosos

como espíritus del tiempo,

y asaltan su escasa vida

como émulos traicioneros.

Acometen sin ser llamados

los siempre vivos recuerdos,

los propósitos pendientes,

el nunca dicho te quiero,

y con la sangre perdida

derramada por el suelo

se alejan en procesión

de final y último adiós,

pues la muerte es como un sueño

de tristeza y con dolor.

 

Vuelan alto, todavía,

los buitres que desde el cielo

esperan que los azares,

augurios de lo funesto,

les ofrezcan la ocasión

de acudir en triste vuelo

al campo donde la vida

se viste de duro invierno

para el soldado que llora,

con perlas de desconsuelo,

pues la sombra moribunda

de las puertas del infierno

le acerca la incertidumbre,

como bruma de Leteo,

y le hace sentir que marcha

por el río del adiós

hacia el mundo donde mueren

los sentidos y el valor.

 

El ya cobarde soldado

llora el llanto de los miedos

y con voz de sangre y plomo

suplica con desespero:

“Que no acudan esos buitres

a mi terminante duelo,

que no bajen ni desciendan,

que me esperen, que yo espero.

Aun dispongo de una bala,

que guardo como el dinero,

para comprarle a la muerte

mi residencia en lo eterno

y quiero viajar gallardo,

con mi perfil de guerrero,

sin que esos pájaros calvos

me desnuden en mi adiós,

pues la muerte de un soldado

ha de ser muerte de honor”.

 

Hay un halo de esperanza

entre tanto desconcierto,

pero la conciencia sabia

atestigua los tormentos

y socava voluntades

y le comenta en secreto

que la vida es un tesoro

que se merece el esfuerzo

de una lucha sin cuartel

con los buitres carroñeros

que esperan que el combatiente

entregue fusil y cuerpo

para que ellos victoriosos

festejen de lo siniestro,

sabiendo que su bravura

se adivina en un adiós

dicho con postrer denuedo

en rebelde redención. 

 

El soldado tiene el frío

que tienen siempre los muertos,

y siente que ya no acuden

sus vitalicios recuerdos.

Sabe que le llegó su hora,

sabe que éste es el momento

en que su vida se marcha

para nunca volver luego.

Guarda todo lo vivido

en un futuro muy negro.

Así se entrega al destino

pues, ¿qué necesita un muerto?

Postrado en su soledad,

callado en sus pensamientos,

traiciona a su propia vida

en clara resignación

y se entrega en contumacia

a la voluntad de Dios. 

 

Y cerrando ya los ojos

le van llegando los ecos

de voces entre tinieblas

que suenan a salvamento

y su ánimo fatigado

recobra el vital aliento

del que no quiere morir

a pesar de estar ya muerto.

Reconoce aquellas voces

como voces de luceros

y recordando a las aves,

que giran sobre su pecho,

toma tranquilo esa bala,

que guarda como el dinero,

y cargando su fusil

dispara un disparo al cielo

para espantar a la muerte

y a esos buitres carroñeros.

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