Un día, mientras me encontraba en mi habitación, rodeado del silencio que solo la tranquilidad de la mañana tan clara puede traer, mi mente se sumió en una profunda meditación. Observaba a través de la ventana, donde el paisaje se desplegaba como un cuadro pintado por la misma mano divina. El cielo, de un azul tan puro, se encontraba abrazado por las montañas, que parecían susurrar secretos antiguos al viento.
De repente, una suave brisa acarició mi rostro. Era un viento tan fugaz, pero tan presente, que parecía haber llegado con una misión. Sin previo aviso, se deslizó por la ventana abierta y me invitó a un paseo que no requería palabras. Cerré los ojos, respiré profundamente y, sin pensarlo, seguí su llamada. En ese momento, sentí que no caminaba solo; la naturaleza misma me tomaba de la mano.
El viento me condujo hacia un sendero oculto entre árboles milenarios. Cada hoja que se movía parecía hablarme de la belleza infinita de la creación. La tierra, la misma que pisaba, susurraba historias de amor y vida. A medida que el sol ascendía, la luz se filtraba entre las hojas, proyectando sombras suaves sobre el camino. Sentí que mi ser se expandía, que mi alma se conectaba con el pulso del planeta, y que cada paso que daba me acercaba más a comprender algo más grande que yo mismo.
En ese rincón de la tierra, comprendí que la naturaleza no solo es un paisaje: es un reflejo de lo divino. En el canto del río, en el aroma de las flores, en el abrazo de la tierra, todo se unía en una perfecta armonía, como si todo estuviera tejido por el amor que Dios derrama sobre nosotros. Vi entonces que no existía separación entre lo humano y lo divino, entre lo natural y lo espiritual. La creación misma es un acto de amor que se manifiesta en cada rincón de la vida.
Conforme el día avanzaba, mi corazón se llenaba de una paz inmensa. La luz dorada del mediodía acariciaba mi piel, y las sombras de los árboles se estiraban hacia el horizonte, como si el tiempo mismo estuviera bailando al ritmo de una melodía antigua. En ese momento entendí que el amor verdadero no necesita explicaciones ni tiempo. Es eterno, está presente en cada acción, en cada latido, en cada encuentro con la naturaleza. Es el susurro del viento, la danza de las hojas, el murmullo de los ríos. Es el amor divino que se despliega sin condiciones, sin fronteras, simplemente siendo.
Y comprendí, también, que todo lo que somos capaces de lograr en esta vida tiene su origen en la conexión con el amor que Dios nos da. Como los árboles que crecen hacia el cielo, nuestras vidas también se elevan cuando trazamos nuestros objetivos con propósito y con fe en ese amor. Al igual que la naturaleza sigue su curso sin dudar, nosotros podemos caminar con confianza, sabiendo que estamos guiados por algo mucho más grande que cualquier desafío.
A medida que la tarde llegaba, con el sol comenzando a despedirse en el horizonte, me sentí uno con todo lo que me rodeaba. Vi en cada estrella una chispa del amor divino, en cada ola del mar un reflejo de la paz que reside en el corazón. Y comprendí que todo lo que existe es una manifestación de ese amor eterno, y que, al conectarnos con la naturaleza, nos conectamos con lo más divino de nosotros mismos.
El tiempo avanzaba, y yo seguía caminando, dejando que el viento me guiara hacia un destino desconocido, pero lleno de promesas. Sentí que no importaba a dónde me llevara, porque ya había encontrado lo que siempre había buscado: un refugio en el amor divino, en la paz que se encuentra en la conexión con lo natural. El cielo, las estrellas, la tierra, el viento… todo hablaba el mismo lenguaje: el lenguaje del amor eterno, que no necesita explicación, solo ser vivido.
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Autor:
Edisan 86 el poeta original (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 5 de enero de 2025 a las 23:22
- Comentario del autor sobre el poema: "El Susurro del Viento", transmite una profunda conexión con la naturaleza y la espiritualidad, invitando a la reflexión sobre la relación que tenemos con el mundo que nos rodea y cómo esa relación puede ser una manifestación del amor divino. Para mí, este texto es una meditación sobre el poder sanador y transformador de la naturaleza. Habla de cómo el entorno natural puede ofrecernos paz, sabiduría y comprensión si solo nos detenemos a escuchar y sentir. El viento, como símbolo de lo divino, se convierte en un guía que nos lleva a una conciencia más profunda, una que va más allá de lo físico para conectarnos con lo espiritual. Me parece que esta historia también trata sobre la búsqueda interior: el deseo de encontrar un propósito, de experimentar una paz auténtica que trasciende las preocupaciones cotidianas. La conexión con la naturaleza, aquí, no es solo un acto de disfrutar el paisaje, sino una forma de alcanzar una comprensión más profunda de nosotros mismos y del universo, un recordatorio de que todo está interconectado por el amor divino.
- Categoría: Reflexión
- Lecturas: 13
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z., EmilianoDR
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