Aconteció un hecho noble
allá por el siglo octavo,
en el que francas cohortes,
al mando de Carlomagno,
fueron presa de vascones
o quizás mahometanos.
Fue de tales dimensiones
que adquirió aquel relato
que en los siglos posteriores
trovadores lo cantaron.
Hasta tierras de Navarra
llegaron guerreros galos
en aras de una cruzada
y en pos de un mundo cristiano.
Al frente de las mesnadas
y orgullosas por su mando,
caminaba y cabalgaba
el grande Rey Carlomagno,
un aspirante de talla
al Sacro Imperio Romano.
Cruzaron los Pirineos
aquellas huestes de francos
para frenar los anhelos
del yugo mahometano
que con empeño severo
a Zaragoza alcanzaron.
Y hasta aquí con gran denuedo
se presentó Carlomagno,
con gran éxito primero
y un fracaso recordado.
Después de años combatiendo,
el carolingio, cansado,
decidió tomar regreso
por Aquitania llamado.
Marsilio, rey sarraceno
y de Aragón soberano,
logró defender su reino
con enjundia de soldado
demostrándole a su pueblo
que es un rey no conquistado.
Elegido embajador,
Ganelón acudió presto
a iniciar negociación
con Marsilio el agareno.
Le pudo la envidia y rencor
pero, más pudo el dinero,
y se convirtió en traidor
al descubrir el trayecto
por donde irá su señor
en su viaje de regreso.
Escogido Roncesvalles
como paso entre montañas,
los moros, como un enjambre,
tomaron en emboscada
a los últimos baluartes
de una hueste en retirada.
Eran miles de atacantes
contra escasa retaguardia,
mientras el Rey ignorante
iba camino de Francia.
Leal prefecto bretón,
Roldán era el comandante,
y en defensa del valor
bregó con furor salvaje
mientras la sangre y honor
de cada uno de sus Pares,
iba cubriendo el verdor
y las rocas de esos lares,
hasta que él mismo tañó
con estruendo su olifante.
Sus ecos en las montañas
llegaron lejos y tarde
al ejército que andaba
mucho trecho por delante.
Se tornaron las montadas,
se regresó por el valle,
más la sangre derramada
de Roldán y de sus Pares,
cubría toda la estampa
de una degollina infame.
Dicen que Roldán cayó,
no por una cimitarra árabe,
sino por todo el ardor
que le puso a su olifante
y su cuello de león
no aguantó tanto coraje.
Ninguna herida sufrió
ni en contienda, ni en combate,
más por morir se murió
como mueren los audaces.
Y con la fuerza de un Dios,
como final desenlace,
también se dice que osó
partir su fiel Durandarte
contra una roca que halló
en ese frío paraje.
Su espada nada sufrió,
ni un deterioro en su imagen,
más la peña se quedó
quebrada en aquel paisaje.
Las frías piedras de valle,
llamado de los Valcarios,
junto a las yerbas vivaces
que cubren aquellos páramos,
exudan la roja sangre
de algunos de los soldados
que, enarbolando linaje
de rudos guerreros francos,
murieron por ser leales
a su Rey y a sus vasallos.
Carlomagno en su venganza
Zaragoza conquistó,
aplastando con sus armas
y ninguna concesión
a las tropas musulmanas
que infligieron su dolor.
Ya después volvió a su Francia
con duelo en el corazón.
A Ganelón lo apresaron
por vendido y por felón
y tras ser ajusticiado
tuvo muerte de traidor.
Fue su cuerpo desmembrado
sin ninguna compasión
por cuatro corceles bravos
y sin derecho a perdón.
A Roldán lo entronizaron
en su heroica condición,
adalid de lo cristiano
fue un guerrero valedor,
y los poetas de antaño,
en su honor y admiración,
a su gesta le cantaron
como emblema del honor.
- Autor: RICARDO V ( Offline)
- Publicado: 8 de enero de 2025 a las 07:54
- Categoría: Fábula
- Lecturas: 9
- Usuarios favoritos de este poema: Mauro Enrique Lopez Z., EmilianoDR
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