El río de nuestra sangre

Mis hermanos y yo hemos compartido las mismas andanzas desde que golpeábamos el mismo hígado y los mismos intestinos en el mismo vientre materno. Éramos un solo latido navegando un océano oscuro, donde el corazón de nuestra madre marcaba el compás de nuestras primeras danzas. Desde entonces, seguimos unidos en esta placenta boscosa, cubiertos por el mismo cielo, pisando la misma tierra, alimentados por el útero terrestre que ahora nos acoge y nos abraza.

Aunque la vida nos lleve por senderos distintos, nuestros dolores laten al unísono. Una herida en uno sangra en todos, un suspiro lejano se siente como un eco cercano.

Fuimos tejidos con las misma mano poderosa de nuestro

Dios, moldeados con el mismo amor y con el vigoroso esfuerzo que nuestra madre depositó desde sus entrañas.

Mis hermanos son mis raíces más profundas, mi cordón umbilical eterno. Sus ojos reflejan mi mirada, sus desdichas son mi pena, sus risas mi alegría, y sus sueños son el faro que me ilumina. Sus hijos serán siempre mis hijos, porque entre nosotros la envidia no tiene cabida; la sangre que compartimos es un río indomable, imponente e incapaz de traicionarse a sí mismo.

Somos un ejército indivisible, soldados de un vínculo eterno, incapaces de herirnos. Son mi refugio, mi fortaleza y mi debilidad, porque en su amor encuentro mi mayor vulnerabilidad, ese abismo en el que me pierdo y me encuentro. En ellos siento el eco de mi alma, esa raíz profunda que me sostiene, porque lo que somos juntos trasciende cualquier frontera: somos un lazo que ni la distancia, ni el tiempo, ni la vida misma pueden desatar.