Las luces de los reflectores, los aplausos ensordecedores, los titulares sensacionalistas. Durante años, viví envuelto en un torbellino de fama que no pedí, pero que tampoco rechacé. Era adictivo, como un espejismo dorado que prometía felicidad a cambio de mi esencia.
Cuando caminé por primera vez sobre una alfombra roja, creí que el brillo de los flashes era un bautizo, la señal de que mi vida tenía propósito. Me dejé moldear por el personaje que el público esperaba de mí. Mi risa, mi indignación, mis posturas ante la vida eran cuidadosamente estudiadas. Cada gesto debía ser preciso, cada palabra medida. No era yo, pero tampoco importaba. Lo que la gente veía era suficiente.
Los años pasaron y mi reflejo en el espejo comenzó a distorsionarse. ¿Dónde terminó el personaje y comenzó el hombre? No lo sabía. Tal vez nadie lo sabía. La prensa especulaba sobre mi vida privada, y yo, en mi desesperación por proteger lo poco que me quedaba de autenticidad, jugaba a esconderme tras un guion. Pero la mentira se volvió pesada.
El día que mis redes sociales se llenaron de insultos por un comentario sacado de contexto, comprendí que había perdido el control. Ya no era una persona, sino un símbolo que los demás moldeaban según sus conveniencias. Admirado por unos, odiado por otros, pero nunca visto como lo que realmente era: un ser humano, con dudas, con miedos, con imperfecciones.
Hoy, frente al espejo, veo las arrugas que el maquillaje ya no puede ocultar. La voz que antes resonaba segura ahora titubea con el peso de los años. Apago el teléfono. Cierro los ojos. Y me permito por primera vez, en mucho tiempo, ser solo yo.
Pero, ¿quién soy yo sin las cámaras, sin los titulares, sin el eco de la multitud? Es una pregunta que me asfixia. Me he convertido en una sombra de lo que fui, o quizás en lo que nunca fui pero aparenté ser. Salgo a la calle y aún hay quienes piden una foto, una sonrisa, una palabra amable. Yo se las doy, por inercia, aunque ya no me reconozca en ellas.
El mundo real es cruel con los que fuimos ídolos. Cuando la atención se apaga, los mismos que me glorificaban encuentran otro rostro más joven, más fresco, más rentable. Me doy cuenta de que nunca fui indispensable, solo una pieza más en la maquinaria del espectáculo.
Los amigos se volvieron conocidos, los conocidos se desvanecieron. La fama no construye lazos verdaderos; solo crea alianzas temporales que se rompen cuando cae la popularidad. Y ahora, en este silencio que antes temía, comienzo a comprender lo que significa existir sin un público.
Me miro de nuevo en el espejo. El reflejo es el mismo, pero algo ha cambiado. Tal vez, después de todo, no es tarde para empezar a ser simplemente yo.
JUSTO ALDÚ
Panameño
Derechos reservados / febrero 2025
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Autor:
JUSTO ALDÚ (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 28 de febrero de 2025 a las 00:12
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 25
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