La luna, alta y pálida, arrojaba su luz espectral sobre la ciudad dormida. En el corazón de un apartamento oscuro, un hombre permanecía inmóvil, sus ojos fijos en la mujer que yacía ante él. Su cuerpo, casi desnudo, se tendía en el suelo de mármol frío, la piel bañada por un carmesí poético que se extendía a su alrededor. Él, un poeta maldito, sonreía.
Cada crimen era un verso, cada muerte una estrofa en su obra inmortal. Se acercó a la mesita junto a la ventana y tomó la pluma de tinta negra. En un trozo de papel amarillento, escribió con precisión quirúrgica:
"La belleza se marchita en la eternidad, con un último aliento, un susurro mortal. Oh, musa mía, tu piel aún canta mientras la muerte te abraza y encanta."
Dejó el papel sobre el cuerpo aún tibio de la mujer y exhaló con satisfacción. Sus crímenes no eran meros actos de violencia; eran arte, pasión, poesía tallada en carne y muerte.
A la mañana siguiente, la policía irrumpió en la escena con el desconcierto reflejado en sus rostros. Otro cadáver, otra obra maestra de aquel asesino que convertía el homicidio en una composición exquisita. Nadie comprendía su método ni su motivo, pero una cosa era clara: el "Poeta de la Sangre", como los medios lo habían bautizado, no era un simple homicida. Era un artista de la muerte.
El detective Ávila, un hombre de mirada sombría y cigarrillo perpetuo entre los labios, estudió la nota con el ceño fruncido. Había visto muchas cosas en sus años en homicidios, pero esto... esto era diferente. Cada víctima dejaba tras de sí un poema, cada asesinato era más refinado que el anterior. Parecía como si el asesino estuviera narrando su propia historia en capítulos sangrientos.
Mientras la ciudad dormía ajena al horror, él volvía a su guarida, donde una nueva hoja en blanco aguardaba por su próxima musa. Pronto, muy pronto, la inspiración llegaría de nuevo, y con ella, otro verso de sangre.
La lluvia golpeaba la ventana con furia mientras el poeta afilaba la pluma con calma. Sus dedos manchados de tinta y sangre recorrían las líneas de su último poema. La ciudad ignoraba su existencia, pero pronto le concedería la gloria que merecía. No era un simple asesino; era un arquitecto de la muerte, un dramaturgo de la agonía.
En la escena del crimen, el detective Ávila encendió otro cigarro, su mirada fija en la nueva víctima. Esta vez, el poeta había sido aún más audaz. La mujer estaba dispuesta como una escultura trágica, sus manos cruzadas sobre su pecho y un pergamino clavado en su piel pálida.
"Si la vida es un susurro breve, la muerte es su más dulce eco. Oh musa, en tu último latido encuentro el ritmo perfecto."
Ávila sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era solo la brutalidad del crimen, sino la meticulosidad con la que había sido ejecutado. Este asesino estaba enviando un mensaje, y cada nueva víctima parecía acercarlo más a su gran obra final.
A kilómetros de distancia, el poeta observaba el amanecer desde su refugio. Su pluma descansaba sobre el escritorio, pero su mente ya estaba componiendo la próxima estrofa. Sabía que el detective estaba tras él, pero eso solo hacía el juego más interesante. ¿Podría Ávila descifrar el último verso antes de que la tinta—y la sangre—se secaran?
La inspiración le susurraba al oído. Sonrió.
El asesino caminaba por la ciudad con la seguridad de un poeta en busca de inspiración. Sus ojos recorrieron la multitud, observando a cada mujer con la precisión de un escultor evaluando el mármol. Necesitaba la perfección, una musa que pudiera encarnar la última estrofa de su obra maestra.
La noche siguiente, la ciudad despertó a otro crimen.
Una madre y su hija fueron halladas en su propia casa, envueltas en una escena que desafiaba la lógica. La puerta principal estaba cerrada por dentro, las ventanas intactas, y sin embargo, allí yacían, dispuestas como un macabro cuadro renacentista. La madre en la butaca del salón, su cuerpo inclinado como si hubiese sido tomado por el sueño eterno. La niña, de apenas ocho años, dormía en los brazos de su madre, con un lazo de seda roja atado a su cuello, como un susurro de muerte envolviendo su fragilidad.
Sobre la mesita de centro, una vela aún chisporroteaba. A su lado, un poema escrito con la misma tinta oscura:
"El amor es un lazo que ata el destino, madre e hija, unidas en el camino. Un beso de sombra, un dulce reposo, el eco de risas en un abismo hermoso."
¿Cómo había entrado el asesino? Esa era la pregunta que consumía a la policía. La cerradura no había sido forzada. La casa, había sido reconstruida sobre una antigua casa, tenía una historia manchada de leyendas y fantasmas. Sin embargo, el detective Ávila no creía en espectros. Pero tampoco podía ignorar el hecho: el asesino había cruzado un umbral imposible.
Entonces llegó la pista: un pequeño agujero en la pared del sótano, una entrada oculta que se conectaba con los cimientos de la ciudad. Túneles olvidados, vestigios de una era antigua, un pasaje invisible a los ojos de los vivos, pero no para aquel que dominaba el arte de cazar en las sombras.
El poeta de la sangre no solo era un asesino, sino un arquitecto de la noche. Había estudiado los mapas antiguos, comprendido las vías ocultas que unía la ciudad en su vientre oscuro. Como un fantasma, emergía donde nadie lo esperaba, dejando tras de sí versos imborrables escritos en carne y miedo.
El patrón continuó.
Días después, una pareja de ancianos fue hallada en su cama, con las manos entrelazadas como si se hubieran ido juntos en un sueño eterno. Sobre sus párpados, dos pétalos de rosa negra y, en la pared del dormitorio, escrito con su propia sangre:
"Dos almas unidas por el tiempo y la pena, se despiden en un baile de niebla y arena. Susurros de amor en el aire flotan, y en la eternidad, juntos explotan."
Ávila observó la escena en silencio, recorriendo con la vista cada rincón de la habitación.
—Hasta ahora, solo habían sido mujeres —murmuró con el ceño fruncido—. ¿Por qué matar a estos ancianos?
El agente Hernández, a su lado, soltó un suspiro antes de responder.
—Quizás lo provocó su instinto asesino… o tal vez, esta vez, el mensaje es diferente.
Justo antes de subirse a su auto, el teléfono de Ávila sonó. Al contestar, una voz distorsionada le susurró:
—Detective, mire hacia atrás.
Ávila giró bruscamente. A unos metros, en la penumbra del callejón, una figura vestida de negro con una máscara macabra los observaba. Antes de que pudieran reaccionar, el desconocido desapareció entre las sombras. Ávila, y en agente Hernández corrieron hacia el callejón, pero al llegar solo encontraron un sobre negro en el suelo donde había estado de pie. Ávila lo recogió y sacó una hoja con un nuevo mensaje:
"El telón pronto caerá. ¿Está listo para el gran final?"
—Este criminal juega con nosotros —murmuró Ávila, apretando los dientes.
Hernández exhaló pesadamente.
—Al parecer, está diciéndonos que el final está cerca… pero no sabemos cuál es.
El detective sintió un escalofrío recorrer su espalda. El asesino no solo dejaba rastros: estaba orquestando su propia obra maestra, y ellos eran parte de la función final.
Al día siguiente, otro asesinato estremeció a la ciudad. En el escenario de un viejo teatro, el cuerpo sin vida de la actriz Isabel Moreao yacía en una posición casi teatral, con los brazos extendidos y una expresión congelada en una mueca de horror. La iluminación tenue del lugar acentuaba la escena macabra, como si fuera parte de una representación cuidadosamente ensayada. Sobre su pecho, un pergamino arrugado revelaba un poema escrito con tinta roja.
El teatro vacío olía a polvo y a recuerdos. En el centro del escenario, las lámparas rotas colgaban como esqueletos de un pasado glorioso. En la penumbra, la investigación avanzaba con cautela. Avila tomó el papel manchado y comenzó a leer:
"Bajo la luna en la calle sin nombre,
donde el eco del tiempo murmura en la sombra,
un faro apagado recuerda las horas,
y el viento susurra memorias de gloria.
Tres escalones de piedra gastada,
te llevan al umbral de un drama olvidado.
Allí donde otrora los versos danzaban,
ahora el silencio en ruinas descansa.
Busca en la grieta que el fuego no toca,
donde la ceniza del pasado convoca.
Detrás del telón de la noche marchita,
duermen los gritos de antiguas heridas."
Avila frunció el ceño. Era un mensaje cifrado, una dirección oculta entre los versos. Su instinto le gritaba que la clave lo llevaría al próximo paso en este macabro juego. Inspiró hondo y sintió el peso de la verdad acercándose, ineludible.
Mientras tanto, el detective Ávila había comenzado a notar un patrón. Cada poema contenía un mensaje oculto, un juego de palabras que parecía señalar un lugar específico de la ciudad. Con el mapa extendido sobre su escritorio, unió los puntos y se dio cuenta de la verdad aterradora: el asesino estaba trazando su propio escenario mortal.
Sin perder tiempo, Ávila reunió a su equipo y se dirigió a la zona marcada. Un antiguo teatro abandonado se alzaba ante ellos, su fachada cubierta de sombras y recuerdos olvidados. La puerta cedió con un crujido, revelando un interior cubierto de velas y papeles dispersos. En el centro, una figura esperaba, su pluma en alto, su última musa tendida a sus pies.
"Detective Ávila," dijo el poeta con una sonrisa enigmática, "ha llegado justo a tiempo para el gran final."
El eco de su voz llenó la sala mientras la tensión se espesaba como tinta derramada. La obra estaba por concluir, pero ¿quién escribiría el último verso?
Pronto, la musa perfecta caería en sus brazos.
El silencio se rompió con el estruendo de un disparo. El detective Ávila había desenfundado su arma y apretado el gatillo antes de que el asesino pudiera hacer un solo movimiento. El impacto hizo tambalearse al poeta, quien cayó de rodillas, con la pluma aún aferrada en su mano ensangrentada.
"El gran final..." susurró, con una escena manchada de sangre. "Pero, como todo espectador sabe, toda historia necesita una última línea."
Ávila se acercó lentamente, su mirada fija en el moribundo asesino. En una de sus manos, una hoja de papel empapada en sangre contenía las palabras finales de su obra:
"Cuando el poeta yace, su pluma calla, pero sus versos jamás mueren. En cada sombra, en cada alma, mi voz susurrará eternamente."
El detective tomó el papel con manos temblorosas. Afuera, las sirenas policiales aullaban su lamento en la noche oscura. Había capturado al asesino, sí, pero la sensación de victoria era amarga. Sabía que las palabras del poeta de la sangre permanecerían, como un eco sin fin, en los rincones más oscuros de la ciudad.
Sin embargo, cuando se giró para salir del teatro, algo le heló la sangre. Sobre la tarima, entre los papeles dispersos y las velas agonizantes, había un libro grueso y polvoriento, encuadernado en cuero negro. Ávila lo tomó con cautela y leyó el título grabado en la portada: "Versos de Sangre".
Abrió la primera página. Su corazón martilleó con furia al ver lo imposible: cada crimen que había investigado estaba detallado con precisión… hasta el último.
Pero el horror real llegó al leer la página final.
"La obra está completa. La musa yace muerta. El detective, creyéndose vencedor, se lleva este libro como un trofeo. Pero aún no lo sabe… Él es el último verso."
Ávila sintió un escalofrío recorrerle la espalda. En ese instante, las luces del teatro parpadearon y el eco de una risa apenas perceptible resonó en la penumbra.
El poeta de la sangre había muerto… ¿o solo había escrito el inicio de su legado?
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Autor:
Miguel Ángel Peñafiel Miranda (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 4 de marzo de 2025 a las 12:07
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 14
- Usuarios favoritos de este poema: EmilianoDR
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