El miedo aún se aferraba a las calles, impregnando las paredes con el susurro de un nombre que nadie osaba pronunciar. Los habitantes recordaban con escalofríos las noches en que la ciudad se convirtió en un escenario de horror y poesía macabra. Los periódicos hablaban de un asesino muerto, pero el miedo no entiende de certezas. Nadie imaginaba que una nueva oscuridad se cernía sobre ellos, una oscuridad disfrazada tras la fachada de una aparente calma.
Al mediodía, el detective Ávila recibió una llamada sobre un asesinato. Sin perder tiempo, acudió a la escena del crimen junto a su compañero. Al llegar, su rostro se endureció al ver el cuerpo de la víctima: una mujer yacía en el callejón, con una rosa en la mano y un poema en los labios.
Su compañero notó su reacción.
—Teniente, ¿qué pasa? —preguntó, extrañado.
Ávila tardó unos segundos en responder, sus ojos clavados en aquella escena macabra.
—Este homicidio me resulta familiar… —murmuró.
El viento nocturno se filtraba entre las lápidas, susurrando lamentos en una lengua que sólo los muertos entendían. El inspector Ávila contemplaba el cuerpo tendido sobre el asfalto húmedo, la sangre dibujando un poema mudo en la calle. Su mente luchaba contra la incredulidad: el estilo, la precisión... todo evocaba a aquel asesino al que había dado caza, al que él mismo había abatido. Y sin embargo, el cadáver en la tumba seguía siendo un enigma sin resolver.
"Los ojos abiertos al alba, la boca sellada con sombra. ¿Quién escucha el eco de mi canto si sólo la muerte entiende mi idioma?"
Ávila frunció el ceño al leer los versos escritos con tinta roja en la pared. Era el mismo estilo, el mismo tono, la misma macabra poesía con la que aquel criminal jugaba con la realidad. No podía ser. Lo había visto morir. Había sentido la calidez de la sangre del asesino en sus propias manos.
Pero entonces, ¿quién había cometido este crimen?
El eco del pasado resonaba en su mente como un tambor de guerra. Necesitaba respuestas. Con las manos temblorosas, tomó la pala y se dirigió al cementerio. En la penumbra, desenterraría la verdad.
Las sombras se cernían sobre Ávila mientras cavaba. La tierra húmeda cedía con facilidad, como si ansiara revelar su secreto. Cuando finalmente destapó el ataúd, un escalofrío recorrió su espina dorsal. La madera crujió bajo su toque y, con un último esfuerzo, retiró la tapa.
El rostro dentro del ataúd era el mismo que recordaba, pero algo estaba mal. La piel, en lugar de la descomposición esperada, parecía conservada, como si el tiempo no la hubiese tocado. Sin dudarlo, encendió una antorcha improvisada y dejó que las llamas consumieran la carne hasta los huesos. Necesitaba certeza, necesitaba ver desaparecer cada rastro del asesino que había dado por muerto.
Pero mientras el fuego devoraba el cadáver, algo apareció entre las cenizas: un pequeño fragmento de papel ennegrecido, retorcido por el calor. Lo tomó con cautela y lo desenrolló con manos temblorosas.
"Creíste haberme enterrado, pero la muerte es solo un umbral. Tu caza apenas comienza, viejo amigo. Nos vemos en la próxima escena."
Ávila sintió el sudor frío recorrer su espalda. Su pecho se apretó con una sensación de terror visceral. ¿Era posible que el asesino hubiera previsto este momento? ¿O acaso lo que estaba quemando no era el verdadero cuerpo?
Las llamas proyectaban sombras retorcidas en las lápidas circundantes, y por primera vez en años, Ávila sintió el miedo reptar en su interior. La cacería no había terminado. Apenas comenzaba.
El sonido de su teléfono lo arrancó de su trance. Su respiración aún era entrecortada cuando contestó.
—Ávila —dijo con voz grave.
—Detective… Ha ocurrido otro asesinato. La misma firma. La misma maldita poesía.
El frío le atravesó los huesos. Apretó el teléfono entre sus dedos y giró la vista hacia la tumba abierta.
—Voy en camino.
El eco de sus pasos resonó en el cementerio mientras se alejaba. La tumba seguía abierta, los restos del falso asesino convertidos en ceniza. Pero en su interior, enterrado en la tierra oscura, algo más brillaba débilmente. Un sobre negro, casi imperceptible, con su nombre escrito en letras carmesí.
Ávila se detuvo. Su corazón latía con furia. Extendió la mano con cautela y lo tomó.
Lo abrió.
Dentro, solo un verso:
"La historia no ha terminado, detective. Mi tinta sigue fresca, y la próxima escena está escrita en tu piel."
Horas después, el horror se expandió más allá de lo imaginable.
Ávila llegó a casa con el corazón acelerado, pero un vacío gélido lo esperaba. El silencio era absoluto. La puerta entreabierta, la brisa nocturna filtrándose como un susurro de advertencia. Entró con el arma en alto, pero en lugar de un enfrentamiento, encontró un desastre. La sala estaba revuelta, las fotos en el suelo, y sobre la mesa, un nuevo sobre negro.
Lo abrió con dedos entumecidos.
"¿Dónde está tu musa, detective? El verso más bello se escribe con dolor. Busca la primera pista en el lugar donde comenzó nuestra historia."
Un escalofrío lo recorrió. Su esposa no estaba. Había sido raptada.
La sangre abandonó su rostro. Miró alrededor, desesperado, buscando cualquier indicio, cualquier rastro de lucha, pero solo encontró el eco del terror. El asesino lo había atrapado en su propio juego. Y ahora, cada pista, cada palabra maldita, lo llevaría por un camino infernal.
Con la mandíbula tensa, salió corriendo. Sabía exactamente dónde debía buscar la primera pista. Y lo peor de todo: el asesino también lo sabía.
El detective Ávila sintió cómo su mundo se desmoronaba al recibir la noticia del secuestro de su esposa. Un sobre lacrado había llegado a su oficina, sin remitente. Dentro, un solo mensaje escrito con tinta roja: "El juego ha comenzado, Ávila. Sigue las pistas si quieres verla con vida".
La primera pista lo llevó a un parque abandonado en las afueras de la ciudad. Un columpio rechinaba con el viento, y sobre el asiento de madera había una fotografía: su esposa, vendada y atada, con una nota adherida a su pecho. "Cada minuto cuenta", rezaba la inscripción. La presión en su pecho se intensificó. Miró alrededor, buscando algún rastro del asesino, pero solo el silencio le respondió.
El siguiente indicio lo condujo a un edificio en ruinas. En la planta baja, sobre una mesa cubierta de polvo, encontró una caja de música sonando con una melodía infantil. Dentro, un mechón de cabello de su esposa y una nueva pista: un mapa con una equis marcada en el muelle de la ciudad.
El tiempo corría en su contra. Ávila apretó los puños. El asesino lo estaba manipulando, jugando con su mente y con su corazón. Pero él no era un simple peón en este juego. Haría lo que fuera necesario para encontrarla y acabar con esta pesadilla de una vez por todas.
El detective Ávila llegó al muelle en medio de la oscuridad, siguiendo la pista del asesino. La brisa salada del mar le helaba la piel, pero el sudor frío en su nuca tenía otro origen: el miedo y la incertidumbre. Frente a él, un féretro abierto descansaba sobre una plataforma de madera. Con el pulso acelerado, se acercó lentamente.
Dentro del ataúd, una mujer yacía inmóvil. Su vestido era idéntico al de su esposa, su cabello tenía la misma textura y su silueta era espeluznantemente similar. Sin embargo, al iluminar su rostro con la linterna, Ávila supo la verdad: no era su esposa. La piel de la mujer estaba pálida, sin vida, y su boca estaba cosida con un hilo negro grueso. Una punzada de horror lo invadió.
Con manos temblorosas, tomó su navaja y cortó con cuidado las costuras. Al abrir la boca de la víctima, un objeto resbaló de su interior y cayó con un leve tintineo sobre la madera del ataúd. Era el medallón de su esposa. Su respiración se volvió errática mientras sus pensamientos se arremolinaban en su mente. El asesino jugaba con él, empujándolo cada vez más al borde de la desesperación.
Entonces, al girar el cuerpo de la mujer, notó algo grabado en su espalda. Un símbolo marcado a fuego sobre su piel. Ávila lo reconoció al instante: era una pista, una coordenada oculta en una cicatriz ardiente. Una nueva dirección. Una nueva trampa. Sin embargo, ya no tenía opción. Seguiría el rastro, aunque el precio a pagar fuera su propia cordura.
El detective Ávila siguió la nueva pista con el corazón latiendo con furia en su pecho. La dirección lo llevó a un callejón oscuro, donde la humedad y el hedor de la podredumbre le calaban hasta los huesos. Dos de sus compañeros lo acompañaban, armas en mano, listos para cualquier eventualidad.
De pronto, un sonido metálico retumbó en la penumbra. Antes de que pudieran reaccionar, una figura emergió de las sombras. Llevaba una máscara pálida, sin expresión, que ocultaba por completo su rostro. Era el asesino. Sin previo aviso, se lanzó contra ellos con una violencia sobrehumana. Un destello plateado cortó el aire y uno de los agentes cayó al suelo con un gorgoteo ahogado, la sangre brotando de su garganta.
Ávila disparó, pero el asesino se movió con una agilidad endemoniada, esquivando con precisión milimétrica. Antes de que pudiera reaccionar, sintió un ardor punzante en su pierna derecha. Miró hacia abajo y vio el cuchillo enterrado en su carne. Un grito de dolor escapó de su garganta mientras caía de rodillas.
El asesino aprovechó el momento y se escurrió entre las sombras. Sus pasos resonaron en la distancia y, a pesar de la persecución inmediata de los agentes restantes, el hombre enmascarado desapareció como un fantasma en la noche.
Con el dolor palpitando en su pierna, Ávila apretó los dientes. No podía permitir que se le escapara otra vez. Cojeando, se levantó. La caza continuaba, pero ahora sabía una cosa con certeza: el asesino ya no solo jugaba con él, ahora quería verlo sufrir.
El detective Ávila se sujetó la pierna herida y, con un esfuerzo titánico, logró mantenerse en pie. La noche aún era su aliada, pero también la del asesino. Sus hombres registraban la zona, buscando algún rastro de su desaparición, cuando un sonido metálico resonó en la acera. Un sobre negro, con su nombre garabateado en rojo, yacía a sus pies.
Con manos temblorosas, lo abrió. Dentro, una nota escrita con tinta oscura y letras irregulares:
"El tiempo se acaba, inspector. Ella siente la presión del vacío, la falta de aire. Su aliento es cada vez más corto. ¿Cuánto tiempo le queda antes de que la oscuridad la reclame por completo? Corre, Ávila, corre. O solo hallarás silencio."
Un escalofrío recorrió su espalda. Su esposa. La imagen de ella, atrapada en un lugar estrecho y sin aire, hizo que su corazón latiera con furia. Apretó los puños, sintiendo el dolor de su herida y el ardor de la desesperación.
No había tiempo que perder. Pero ¿dónde buscar? ¿A dónde lo guiaban esas pistas envenenadas? La verdad era brutal: aún no tenía idea de dónde estaba su esposa.
La desesperación se anidaba en el pecho del detective Ávila como una fiera enjaulada. El tiempo se deslizaba entre sus dedos y las pistas parecían fantasmas que se desvanecían antes de poder atraparlas. Sin otra opción, decidió recurrir a un último recurso: un comunicado dirigido al asesino, una súplica disfrazada de negociación.
En la penumbra de su despacho, junto a sus dos compañeros de confianza, Ávila grabó el mensaje. Su voz temblaba entre la rabia y la angustia. "Te ofrezco mi vida a cambio de la suya. Déjala ir, toma mi existencia si es lo que deseas, pero devuélvemela." Hernández, su leal camarada, asintió con gravedad. Mientras que su otro compañero guardó silencio, con la mirada hundida en la sombra.
El video aún no había sido entregado a los medios. Ninguna palabra había traspasado los muros de aquella habitación. Y, sin embargo, apenas unos minutos después, una nota apareció en el escritorio de Ávila. Un sobre sellado, con tinta roja como la sangre. Dentro, un mensaje escueto: "Acepto tu oferta, detective. El juego continúa. El tiempo se acaba."
El horror se deslizó por su espina dorsal. No podía ser. Nadie, salvo tres personas, sabía del comunicado. Y si el asesino ya había respondido… significaba que estaba más cerca de lo que jamás imaginó. Significaba que el depredador había estado con él, en esa misma habitación. Hernández, su amigo de años, era intachable. La duda entonces cayó sobre su otro compañero, aquel hombre que siempre había estado a su lado, aquel en quien nunca había pensado.
El detective sintió que el aire se volvía denso, irrespirable. Sus dedos se crisparon sobre el papel. El verdadero enemigo no estaba en las sombras, no acechaba desde la distancia. No. El asesino había estado dentro de la jaula todo este tiempo, disfrazado de cordero entre lobos.
El detective Ávila, con el ceño fruncido y la mandíbula tensa, se volvió hacia el agente Hernández.
—Dime algo, Hernández. ¿Los medios ya subieron el comunicado?
El agente, aún revisando su teléfono, negó con la cabeza.
—No, todavía no, teniente. En unos minutos lo harán. El agente Miguel se prestó para encargarse de eso.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ávila. Ahí estaba la confirmación de su más oscura sospecha. El asesino estaba entre ellos. Solo tres personas estuvieron presentes en la grabación de aquel comunicado: él, Hernández y Miguel.
Su mirada se afiló. Miguel.
—Hernández, tráeme el historial de Miguel. Quiero saber todo sobre él.
Hernández frunció el ceño, confundido, pero asintió y se dirigió al archivo. Ávila tamborileaba los dedos sobre la mesa con impaciencia. Algo no encajaba. Había trabajado con Miguel por años, y jamás sospechó de él. Pero ahora todo cobraba sentido: la facilidad con la que el asesino enviaba respuestas inmediatas, su conocimiento sobre los movimientos de la policía, su obsesión con este juego enfermizo de pistas y muerte.
Cuando Hernández regresó, tenía un expediente en la mano y una expresión pálida.
—Teniente... creo que debería ver esto.
Ávila tomó el expediente y lo abrió con ansiedad. Sus ojos recorrieron las páginas hasta que encontró la pieza clave: Miguel no era solo un agente más. No. Miguel había sido la expareja de su esposa.
La sangre le heló las venas.
—Hijo de puta… —murmuró, sintiendo que su mundo daba un vuelco.
Todo tenía sentido ahora. No era solo un juego, no era solo un asesino queriendo demostrar su supremacía. Era personal.
Miguel había vuelto por venganza.
El agente Ávila sintió su corazón retumbar en su pecho cuando su teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó con manos temblorosas y vio en la pantalla una ubicación desconocida. Un mensaje la acompañaba: "¿No piensas venir a rescatar a tu esposa? Te espero." Sin pensarlo dos veces, Ávila se volvió hacia el agente Hernández.
Un escalofrío recorrió su espalda. Con el ceño fruncido y los labios apretados, giró hacia el agente Hernández, que lo observaba con inquietud. "Reúne un equipo y ve a esta dirección. Enviaré las coordenadas en un momento", ordenó con voz grave, mientras su otra mano ya buscaba las llaves de su auto. Sin esperar respuesta, salió disparado hacia la noche, su corazón latiendo al ritmo de un presagio funesto.
Mientras tanto, en un rincón olvidado de la ciudad, Miguel se movía entre las sombras con una quietud inquietante, sus pasos resonaban apenas en el silencio denso del sótano. Frente a él, Lorena permanecía atada a una silla, un vendaje de seda oscura cubriendo sus ojos. Su respiración era un jadeo entrecortado, su cuerpo temblaba ante la incertidumbre de su destino.
Miguel se arrodilló a su lado y, con una suavidad que contrastaba con la frialdad de sus actos, deslizó los dedos sobre el nudo del vendaje. "Es hora de verte por última vez", susurró, desatándolo con lentitud. Cuando el paño cayó, la mirada de Lorena se encontró con la de su captor, y en sus pupilas dilatadas se reflejó la locura de un amor convertido en abismo.
—Miguel… Eres tú ¿qué estás haciendo? —susurró ella, su voz un eco trémulo de desesperación.
Él la contempló en silencio, los labios tensos en una mueca de melancolía y rencor. Su mano tembló un instante antes de recorrer con la yema de los dedos la piel de su mejilla.
—Tú me enseñaste lo que es el amor, pero también me mostraste su filo cortante. Me hiciste delirar, me diste un paraíso… y luego me lo arrebataste. ¿Creíste que podías enterrarme en el olvido? Ahora serás tú quien pruebe el sabor de la tierra.
Con una sonrisa trágica, Miguel se irguió y tomó una pala apoyada en la pared. Frente a Lorena, comenzó a cavar con movimientos metódicos, cada golpe contra el suelo era un latido en el pecho de la mujer, cada montículo de tierra removida, un presagio funesto.
—Miguel, por favor… —suplicó, lágrimas rodando por su rostro—. No tienes que hacer esto. Perdóname… perdóname.
Él se detuvo un momento, inclinando la cabeza con tristeza, como si su corazón vacilara. Pero el resquicio de humanidad que aún latía en su pecho se disipó tan rápido como llegó. Dejó la pala a un lado y se acercó a ella con una ternura envenenada. Se inclinó, susurrándole al oído.
—El amor no se olvida, Lorena. Solo se transforma… en algo eterno.
Antes de que ella pudiera reaccionar, Miguel extrajo un pañuelo empapado en formol y lo presionó contra su rostro. Lorena forcejeó, sus gritos se ahogaron en el paño. Poco a poco, sus párpados se tornaron pesados, su cuerpo perdió fuerza. Miguel la sostuvo con delicadeza mientras su conciencia se desvanecía. Con un último beso en su frente, la cargó entre sus brazos y la depositó en el ataúd que aguardaba en la penumbra. Selló la tapa con firmeza, dejando un susurro al aire antes de comenzar a cubrirlo de tierra.
—Duerme, mi amor. Y en la eternidad, volverás a ser mía.
El crujir de la puerta resonó en la vieja casona abandonada cuando el detective Ávila irrumpió con el arma en alto. Pero Miguel no se inmutó. Lo esperaba en la penumbra, sentado con la serenidad de un anfitrión macabro. Un vaso de whisky resplandecía entre sus dedos. "Llegaste justo a tiempo", murmuró, con una sonrisa venenosa.
Ávila apuntó directo a su pecho, el pulso firme pese a la tormenta que rugía dentro de él.
—¿Dónde está mi esposa? —bramó, sus ojos llameando de furia.
Miguel esbozó una sonrisa ladeada, como si disfrutara de la desesperación ajena.
—Deberías haber sido más rápido, teniente —dijo con calma, inclinando ligeramente la cabeza—. Si me hubieras presionado antes, si hubieras reaccionado en el instante preciso, tal vez habrías evitado lo inevitable.
Ávila frunció el ceño, sin bajar el arma.
—¿De qué demonios estás hablando?
Miguel dejó escapar una leve risa, un eco frío en la habitación.
—El mensaje que viste, la pista que te llevó hasta aquí... Todo fue un gesto generoso de mi parte. Yo nunca dejo cabos sueltos, nunca permito que me descubran tan fácilmente. Pero cuando tardaste en reaccionar, cuando no seguiste la única pista en el tiempo justo, sellaste tu propia derrota. Porque si no hubiera respondido a tu mensaje antes de que el mensaje llegará a difundirse a través de los medios no te habrías dado cuenta sin esa señal, sin ese pequeño desliz, jamás habrías llegado hasta mí. No porque seas un mal detective, sino porque yo no soy un hombre que se deje atrapar tan fácilmente.
Los dedos de Ávila se crisparon sobre el gatillo. La revelación pesaba en su mente como un yugo. Miguel no solo había jugado con él, sino que lo había manipulado desde el principio.
Miguel alzó el vaso, dejando que el licor dorado destellara con la escasa luz. "Si quieres verla, hay un trato que cumplir. Tu vida por la suya. Deja el arma, siéntate. Bebe conmigo."
El detective no dudó. Disparó a los lados, la ira nublándole el juicio. Miguel solo rió con sorna. "Dispara si quieres, pero nunca la encontrarás. O juegas bajo mis reglas, o la tierra terminará de cubrirla."
La amenaza perforó el pecho de Ávila como un cuchillo. La desesperación le pesaba en los huesos. Sus dedos se crisparon sobre el gatillo, pero la frialdad en los ojos de Miguel lo inmovilizó. No le temía a la muerte. Lo sabía.
Ávila tragó saliva. Lentamente, bajó el arma. "Dímelo ahora. ¿Dónde está?"
Miguel empujó el vaso hacia él. "Bebe primero. Luego hablaremos."
El detective tomó el vaso. Sabía que estaba envenenado, lo sentía en la espesura de la noche, en el aroma dulce del licor. Pero en su mente solo había un pensamiento: Lorena. Y si ese era el precio a pagar, estaba dispuesto a beber.
El detective Ávila sostuvo el vaso entre los dedos, observando el líquido ámbar reflejar la tenue luz de la lámpara. Su instinto le advertía que aquella copa era una sentencia de muerte, pero la desesperación lo tenía acorralado. Miguel, sentado con la calma de un hombre que se sabe dueño del destino ajeno, sonrió al ver la duda dibujarse en el rostro de su adversario.
"¿Cuál es el truco?" murmuró Ávila, sin apartar la vista del vaso de whisky.
Miguel apoyó un codo en el brazo del sillón, con aire de condescendencia. "No hay truco, detective. Solo un precio a pagar. La pregunta es: ¿cuánto estás dispuesto a dar por ella?"
El detective apretó la mandíbula. "Sé quién eres... Sé que fuiste la expareja de Lorena. Sé que te consumió la locura cuando ella me eligió."
Miguel inclinó la cabeza con lentitud. "¿Elegir? No, Ávila. No eligió. La soledad la empujó a tus brazos. Y tú, como un oportunista, la acogiste cuando más vulnerable estaba. Si alguna vez hubiera sentido por ti lo que sintió por mí, no la tendrías que buscar en la oscuridad."
El detective se removió en su asiento, con el pulso acelerado. "No la valoraste. Te obsesionaste con tu trabajo. La dejaste sola. Y yo... yo la amé como tú nunca pudiste."
Miguel rió suavemente, con la burla latiendo en su voz. "¿Amor? Qué palabra tan conveniente para justificar una traición. Pero dime, Ávila, ¿qué harías si supieras que ese amor se extingue en este preciso instante?"
Ávila tragó saliva. "Si le hiciste daño..."
"Oh, detective, el daño ya está hecho. Y la única manera de redimirlo es pagando tu deuda." Miguel se levantó y se acercó con el vaso en la mano. "Bebe, termina lo que comenzaste. Porque solo así, yo te diré dónde yace tu musa."
Ávila sostuvo la copa en la mano, observando cómo el líquido danzaba en su interior con una calma engañosa. Antes de llevarla a sus labios, clavó la mirada en Miguel, su voz cargada de incredulidad y rabia contenida.
—Antes respóndeme algo, yo le disparé a un hombre creyendo que eras tú—dijo, con la certeza de quien ha sido testigo de lo imposible—. ¿De quién era el cuerpo?
Miguel esbozó una sonrisa que no transmitía alegría, sino un retorcido sentido del triunfo.
—Lo que viste no fue mi muerte —respondió con serenidad—. Fue un acto, una escena meticulosamente planeada. Contraté a un actor, alguien que creyó formar parte de una obra. Le hice creer que su papel era el de un asesino derrotado en su último acto. No sabía que el escenario que pisaba no era de ficción, sino de muerte real.
Ávila sintió el peso de aquellas palabras caer sobre él como una losa. Todo había sido una mentira, un juego perverso de sombras y engaños. Y ahora, atrapado en la red de Miguel, solo le quedaba una opción.
Ávila dudó. El veneno bailaba en la copa como un eco de su propia condena. Cerró los ojos. En su mente, la imagen de Lorena lo atormentaba. ¿Y si aún podía salvarla? Sin más opción, bebió el contenido en un solo trago, sintiendo el ardor recorrer su garganta como fuego líquido.
Una tos áspera lo sacudió. Miguel lo observó con serena fascinación. "Bien. Ahora mereces tu respuesta."
Se inclinó sobre él y, con voz cadenciosa, recitó:
"Donde la luz no besa la piedra,
y el eco se ahoga en la tierra,
yace tu amor, prisionera
en la cuna de madera."
El detective Ávila sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal. La quemazón del veneno empezaba a propagarse por su torrente sanguíneo, como un incendio silencioso que consumía su vida segundo a segundo. Su respiración se hizo entrecortada, su visión se tornaba borrosa, pero su determinación se mantuvo firme.
—No me lo des en pistas… dime dónde está —logró articular, su voz un eco de desesperación en la vasta penumbra.
Miguel tomó el arma del suelo con una calma escalofriante. Sus dedos la recorrieron con una familiaridad casi afectuosa, antes de guardarla con desdén.
—Está aquí —susurró, con una sonrisa lobuna—. En algún lugar de esta casa abandonada…
Ávila apretó los dientes, tambaleándose.
—¿Dónde? ¡Dímelo!
Pero Miguel no tenía intención de facilitarle nada. Se inclinó sobre Ávila y, con voz untada de burla, le musitó al oído:
—Descúbrelo tú. La pista ya la tienes. Y suerte… si la encuentras.
Sin más, se giró y se perdió en las sombras, dejando al detective solo con su agonía y su desesperación.
Ávila cayó de rodillas. Su mente repasó el acertijo. Una y otra vez. En su frenesí, escudriñó la habitación con los ojos inyectados de urgencia, hasta que algo captó su atención: un acceso discreto en el suelo. Se arrastró hacia él y descubrió una trampilla que conducía a un sótano olvidado.
Cada escalón fue un suplicio. El veneno drenaba su fuerza, pero el amor y la desesperación lo empujaban. Al llegar al fondo, vio la tierra removida, reciente, con huellas de pala. Entonces lo comprendió: ella estaba allí.
Ávila cayó de rodillas y, con las últimas fuerzas que le quedaban, empezó a excavar con las manos. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. Sus uñas arañaban la madera. Finalmente, sus dedos rozaron la tapa del ataúd.
—Lorena… —jadeó, y con un esfuerzo titánico, retiró la tierra hasta lograr abrir el sepulcro de su amada.
Allí estaba ella. Pálida, inerte, pero viva. Apenas un hilo de aire escapaba de sus labios, el rastro de su lucha por sobrevivir. Ávila la tomó en sus brazos, aferrándose a su fragilidad. Con la última chispa de su conciencia, rozó sus labios en un beso marchito. Susurró su nombre una vez más, como una oración, antes de desplomarse a su lado, rindiéndose ante el letal abrazo del veneno.
Los faros de los autos policiales iluminaron la casa en ruinas. El agente Hernández fue el primero en entrar, con el arma en alto, el rostro endurecido por la urgencia. Lo que vio le heló la sangre. Se arrodilló junto a su amigo, sacudiéndolo con impotencia.
—¡Ávila! ¡Resiste, maldita sea!
Pero ya era tarde. En la penumbra del sótano, solo quedaba el eco de la tragedia. Afuera, en la vastedad de la noche, Miguel se desvanecía en las sombras, dejando atrás el rastro de su demente obra.
La lluvia caía en un lamento persistente sobre la ciudad, oscura y desalmada. En la penumbra de una iglesia iluminada por la trémula luz de los cirios, el agente Hernández velaba el cuerpo de su amigo. El rostro del detective Ávila reposaba en paz, como si el sacrificio hubiese sido la única redención posible. A su lado, Lorena, envuelta en un luto que iba más allá del vestido negro, lloraba en un silencio que desgarraba el alma.
El tiempo avanzó, implacable. Miguel, el fugitivo, el asesino, vagaba de ciudad en ciudad, pero la sombra de su crimen lo perseguía como un espectro que nunca le daba tregua. Subió a un tren nocturno, buscando perderse en la vastedad del mundo. Tomó asiento en un rincón apartado, desplegó un periódico y dejó que la tinta manchara sus dedos mientras fingía ser otro hombre, en otra vida. Pero la realidad se aferraba a su carne como un hierro candente.
—Un viaje sin retorno, ¿verdad, Miguel? —La voz sonó familiar, grave, implacable.
Miguel alzó la mirada. Frente a él, el agente Hernández se encontraba de pie, con una mueca de satisfacción oscura en los labios. Por un instante, el asesino titubeó, luego su instinto le dictó lanzarse contra él, desgarrar la distancia y huir una vez más. Pero Hernández fue más rápido. El frío cañón de un arma se hundió en su pecho.
—Hasta aquí llegaste —murmuró Hernández con un dejo de ironía.
Miguel se detuvo. Sus labios temblaron en una sonrisa torcida, sin alegría. La huida había terminado.
El tren siguió su curso, inmutable. Miguel, esposado, fue llevado a la cárcel bajo el fulgor de luces intermitentes. En la ciudad, la noche se alzaba con su eterna complicidad, envolviendo con su manto los pecados y las tragedias de quienes la habitaban.
Miguel fue sentenciado a muerte. En la fría sala del tribunal, las palabras del juez resonaron como una losa cayendo sobre su destino. Sin embargo, él no reaccionó, solo inclinó la cabeza con una sonrisa enigmática, como si ya conociera el desenlace de su propia historia.
En la celda, aguardó sin miedo, escribiendo en la pared con la yema de los dedos, como si la tinta brotara de su propia piel. Un día antes de su ejecución, algo inesperado ocurrió. En la penumbra de la prisión, una figura se deslizó hasta su celda. Era la sombra de una mujer que aún guardaba un vínculo inquebrantable con el asesino poeta. Era ella, su amante dentro del cuerpo policial, una mujer de ojos furtivos y labios sellados por la culpa. En un susurro cómplice, le entregó la libertad con una simple llave y una despedida contenida en una sola frase: "Corre antes de que el alba despierte tu condena."
Los días pasan, y en la soledad de su encierro, el asesino poeta se convierte en una sombra errante en los pasillos de la prisión. Sus versos inquietan a reclusos y guardias, escritos en las paredes con un misterioso rojo oscuro. Algunos creen que su inspiración proviene de algo más allá de lo humano. Otros afirman haberlo visto hablando solo en las noches, recitando poemas a la nada.
Una noche, un guardia encuentra un mensaje escrito en su celda:
"La musa aguarda en la penumbra, mi lira canta en la tumba. Y cuando el alba vuelva a nacer, mi obra final se dejará ver."
Al día siguiente, su celda está vacía. No hay rastros de cómo escapó. Solo queda un último poema escrito con tinta oscura y un escalofrío que recorre a todos los que lo leen.
La búsqueda es incansable. La policía, desesperada, sigue las pistas del asesino desaparecido, pero es como si la tierra lo hubiera tragado. Sin embargo, su obra sigue apareciendo. En la puerta de una biblioteca antigua, una lámina con su caligrafía reza:
"No busquen al poeta en el polvo, pues la pluma nunca muere. Su lira canta en la brisa, y su musa aún gime en la noche."
Días después, en un callejón donde la luz de las farolas apenas se atrevía a filtrarse, un hallazgo heló la sangre de los transeúntes. La mujer que lo había ayudado a escapar es hallada sin vida, su cuerpo acomodado con una rosa roja en su mano y un poema en los labios.
"No llores por mí en las sombras,
ni reces al alba impía.
Soy verso en la sangre escrita,
y en la muerte, mi poesía."
¿Volvió el asesino, o su legado ha encontrado un nuevo portador? Nadie lo sabe, pero los versos de sangre nunca dejan de escribirse.
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Autor:
Miguel Ángel Peñafiel Miranda (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 6 de marzo de 2025 a las 12:13
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 3
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