A ti, que fuiste mi todo

A ti, que me amaste con la pureza de quien entrega el alma sin pedir nada a cambio. A ti, que estuviste cuando no supe ver, que me diste tu luz cuando yo solo ofrecía sombras. A ti, que me amaste sin medida, mientras yo, ciego y necio, daba por sentado que siempre estarías ahí.

Hoy te escribo desde la verdad que nunca te dije, desde el dolor de saber que lo nuestro ya es solo un eco en el tiempo. No supe valorar el amor que me diste. No supe cuidarte como merecías. Y cuando abrí los ojos, cuando entendí que eras el regalo más grande que la vida me había dado, ya era tarde. Tú ya no estabas.

No te culpo. ¿Cómo podría? Fui yo quien dejó que tus manos se soltaran, quien no vio las señales, quien creyó que el amor era inquebrantable sin entender que también necesita ser alimentado.

Hoy soy otro. No porque el tiempo me haya cambiado, sino porque tu ausencia me obligó a mirar dentro de mí, a reconocer mis errores, a reconstruirme con la esperanza de ser mejor. No para que vuelvas, porque sé que no lo harás, sino porque el amor que me diste dejó en mí la huella imborrable de lo que significa amar de verdad.

Quisiera decirte que el destino nos dará otra oportunidad, pero no quiero aferrarme a promesas que el universo quizás nunca cumplirá. Solo quiero que sepas que, aunque el mundo siga girando, aunque nuestros caminos jamás se crucen de nuevo, en algún rincón de mi alma seguirás siendo la historia más hermosa que viví.

Te deseo lo mejor, aunque duela. Te deseo felicidad, aunque no sea conmigo. Porque amarte también significa aprender a soltarte.

Si alguna vez lees esto, solo quiero que sepas una última verdad, te amé más de lo que supe demostrar, y hoy, aunque ya no estés, sigo amándote como si nunca te hubieras ido.