Latido inquebrantable: entre soldados y escorpiones.

Milber Fuentes

Sentir es un acto que nace en la carne, donde cada emoción y pensamiento se forjan en el pulso vibrante de la piel. Este latido, primigenio y salvaje, transforma cada roce en un combate silencioso contra la indiferencia. Amar a la distancia o tocar a alguien no son meras metáforas, sino manifestaciones de ese mandato interno que se rehúsa a ser silenciado.

Ella marcha como soldado, entrenada en el arte del sometimiento, forjada en la imagen de una fuerza implacable. Su andar, medido y preciso, es un desfile de órdenes internas: cada paso es una estrategia, cada gesto, un mandato. Su cuerpo se convierte en un campo de batalla, donde la carne se endurece con la repetición y la guerra contra la conformidad se libra sin tregua.

Día tras día, se pule para encajar en un molde preestablecido, en una competencia muda que borra sus contornos. Se adiestra en la imitación, en la sincronía perfecta con las demás, hasta que no queda más que un reflejo deformado de un ideal impuesto. ¿Fue alguna vez ellas mismas, o simplemente sombras de lo que se esperaba que fuera?

La tradición, implacable y ancestral, pesa como un yugo de hierro, ahogando cada intento de rebelión y condenando el alma a perpetuar el molde.

Espera, inconsciente, que el mundo la trate como su padre la trató: con la crudeza de una bestia. Si él fue brutal, su violencia se vuelve ley ineludible; y si, por azar, alguien las acaricia con respeto, se revuelve en un desasosiego que le recuerda que lo natural es el golpe, no la caricia.

Como en el ritual de los escorpiones, donde el apareo es un rito ineluctable: el macho deposita su esencia fuera de sí, toma las tenazas de la hembra y, con una presión casi sagrada, la recorre para sellar su destino. Pero si en esa danza el orden se invierte, si el instinto pierde la cadencia, la escena se torna antinatural y, en un acto de terror primitivo, la extingue. En un mundo de guerreros programados, la desviación se paga con la extinción.

Pero en la piel arde un secreto imposible de silenciar: es la esencia rebelde que se niega a marchar en fila. A pesar de la disciplina impuesta, cada latido clama por romper la cadena de órdenes y abrazar el fuego de su propia verdad. En el eco de cada paso marcado y en el ritual ancestral que condena la desviación, late un pulso inconformista que desafía la sumisión. La verdadera victoria reside en recordar y revivir cada emoción, en transformar el dolor en un grito inmortal que se funde con el alma.

Así, entre soldados y escorpiones, la carne y el espíritu se unen en una lucha eterna. Una lucha que, a pesar de las cicatrices del mandato, se convierte en un manifiesto de libertad inquebrantable, un destino que, aunque impuesto, se torna eternamente propio.

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