Cuando la realidad estrecha su cerco, los sueños se vuelven el último resquicio de libertad.

Milber Fuentes

 La cama, fría e inmóvil, no transmite nada. Pero sobre ella, mis sueños flotan, dispersos, como ramas secas entrelazadas, rotas, consumidas por el fuego de un anhelo que nunca se enciende del todo. En la penumbra la imagino desnuda, sentada en un restaurante concurrido, los pezones hundidos en la sopa de tomate caliente, mirándome en un mutismo perdido en sus pensamientos.

En su reposo, su cuerpo se debate en tenues manifestaciones de ternura: un mínimo abrazo, una sonrisa esquiva. De cuando en vez, la observo dormir, su cuerpo liberado de toda inhibición, más suyo que nunca. Y entonces, en el murmullo de la noche, emergen las señales: su respiración se entrecorta, su piel se agita, su mundo onírico se enciende. Sus gestos, sus gemidos, revelan el incendio de un deseo que no comparto, pero que presencio con una excitación malsana, atrapado en las migajas de una pasión que no me pertenece.

Fascinado, mi contemplación se convierte en impulso. Su cuerpo, atrapado en el sueño, se mueve con la cadencia de una danza secreta. La toco, y su carne responde con ansia. Mi piel es devorada por la suya, mis dedos tragados por el latido palpitante del diamante entre sus piernas. Su cuerpo se arquea, se tensa, el aire se llena de sonidos guturales, de jadeos incontrolables. Se estremece, se abre, se desborda. Y en el clímax de su abandono, grita un nombre. No el mío. Nunca el mío.

El silencio cae como un telón. La misma calma de siempre la envuelve, su sueño sigue intacto, sereno. Yo permanezco despierto, atrapado en el insomnio de los que entienden demasiado tarde que nunca han sido parte del deseo ajeno, mendigo de un amor que jamás me perteneció. Me consumo, como brasa agonizante, sofocada en la ceniza de un fuego que nunca ardió para mí.

 

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