La vieja embajada

Luis 091

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Hay historias que solo se pueden -o se deben- contar mucho tiempo después de que hayan ocurrido; en esta que a continuación os voy a contar obviaré los motivos de la tardanza, pero si a alguno o alguna os pica la curiosidad quedaos simplemente con que en aquellos tiempos aún estaba lejos mi afición por escribir nada que no fuera la lista de canciones - que grababa en en las carátulas de las cintas de casete - en cualquier equipo de música de la época, o lo que es lo mismo, con su tocadiscos y sus dos entradas para cintas de casete ... por supuesto nada de cedés, pendrives o cualquier invento moderno. Además, mis estimados lectores, ¿quién coño tiene tiempo y ganas de escribir historias y batallitas cuando su vida en ese momento es una historia de aventuras continua y que se sucede a toda velocidad?

Y es que sí, mi juventud en líneas generales fue bastante buena y divertida, si lo expusiera en porcentajes, diría que el 85% de ella fue como un crisol o un cóctel de excesos y experiencias emocionantes, divertidas, alocadas (a veces también arriesgadas e irresponsables) e intensas, aunque también hay partes (ese otro 15%) más oscuras, decepcionantes, negativas o con fundados motivos para el eterno arrepentimiento, ... esas partes de algunos momentos y etapas de nuestras vidas que todos guardamos bajo llave, y que solo abrimos cuando consideramos que ya pertenecen a otros yos distintos o muy distintos al que somos después de mucho tiempo, y aún así algunas de ellas, por precaución, sentimiento de culpa o vergüenza, no las abriremos nunca.


Pues bien, estimados lectores, os pondré en situación:

acababan de comenzar los años 90, yo había terminado hace poco más de un año el servicio militar, había dejado los estudios antes de marchar a la mili, y básicamente me dedicaba a disfrutar mi juventud a tope, en el buen o mal sentido, (que cada cual juzgue según su criterio), pero claro, como no nací rico, también tuve que trabajar para poder costear mis fiestas y caprichos.

Antes de los 20 también había sido un buen deportista, incluso había competido con buenos resultados a nivel de selecciones en un arte marcial (taekwondo). Por demás, hijo mayor de padres separados, de infancia difícil, rebelde, sensible e incansable buscador de aventuras, placeres y problemas de todo tipo.

Al terminar la mili un teniente con el que me llevaba bien y al que impartí varias clases de defensa personal en el cuartel me recomendó una empresa de seguridad de unos amigos suyos. Trabajé en ella de guarda de seguridad únicamente alrededor de un año, pues un día me encontré a un conocido de mis tiempos de competición, que era la mano derecha de un tipo que tenía otra pequeña empresa de seguridad, y me ofreció trabajar con ellos, además de presentarme al examen de vigilante (un escalón profesional por encima del de guarda) con mejor sueldo y armado. Por supuesto no lo dudé y al poco tiempo ya estaba trabajando en su empresa.

La empresa tenía pocos vigilantes (menos de 20) y daba servicio sobre todo a discotecas, casinos y a un gran equipo de fútbol de la capital (en labores de suplementarias de seguridad en algún que otro partido y vigilancia del estadio cuando no había partido).
Podría contar muchas historias bastante "movidillas" de mi corta estancia en aquella empresa - un par de años a lo sumo - pero lo dejaré mejor para otra ocasión ... o quizás no. Lo que sí os puedo asegurar es que si volviera a esos tiempos y a esa edad sabiendo lo que sé hoy, jamás se me ocurriría volver a trabajar en una empresa como esa, y a hacer lo que se suponía que debía hacer en ese trabajo, y disculpadme, amigos lectores, pero mejor obviaré más comentario sobre la cuestión.


Pero hay una historia especialmente interesante de mis tiempos en aquella empresa y que ya hace mucho había pensado en escribirla.

Resulta que la empresa tenía un servicio que consistía en vigilar de noche una antigua embajada de un país asiático situada en un barrio rico de la capital, y que había comprado una conocida cadena de hoteles, la cual había empezado a reformar el inmueble de manera integral.
Ese servicio era famoso y su historia servía de comidilla y "leyenda urbana" de los vigilantes más antiguos de la empresa.

Se contaba lo que le sucedió a un vigilante (no recuerdo su nombre) que había estado trabajado exclusivamente y durante más de dos años en ese lugar. Hasta dichos sucesos todo iba bien, sin nada demasiado especial que contar, salvo un accidente mortal que según me dijeron había sufrido un arquitecto en la obra, y que había fallecido al caer por un hueco de ascensor en desuso.

Para que os hagáis una idea la vieja embajada consistía en una enorme construcción a modo de palacete típico del centro de Madrid. Debía tener más 1500 m2 construidos, largos pasillos y más de 40 instancias entre habitaciones, despachos, salones, etc. en cuatro plantas incluidos los sótanos, donde algunos vigilantes de la empresa que pasaran de visita por el lugar, alguna que otra vez practicaban el tiro a la lata de cerveza o de coca cola (yo mismo lo practiqué alguna vez).
La construcción en L, que abrazaba a un gran patio central (posiblemente antiguo jardín), debía tener más de cien años; señorial, de estilo clásico y con buenos materiales, aunque su estado general no era muy bueno, y la madera que servía de esqueleto y sujetaba la casa y los tejados estaba ya en las últimas, seguramente víctima de la carcoma, la humedad y el paso de las décadas, en definitiva.


Una mañana el vigilante se encontraba en el patio. Estaba agachado limpiándose las botas del uniforme mientras daba la espalda y conversaba con un hombre filipino recién entrado en la tercera edad que vivía en la embajada junto a su esposa - una mujer de unos 60 años, también filipina - y que se ocupaban de cuidar un poco y limpiar por encima el mobiliario y las numerosas librerías repletas de viejos libros que aún resistían a la humedad, al polvo y a los ratones, además de atender y hacer algún recado a los obreros que llevaban ya un año trabajando en el antiguo palacete.

La intrascendente conversación entre los dos hombres - por lo que el mismo compañero vigilante contaría y juraría después a todos - de repente se vio interrumpida por parte del hombre asiático, y es que cuando nuestro colega se dio la vuelta ante el inesperado silencio, el viejo filipino ya no estaba.
En principio no le dio mucha importancia, supuso que se habría ido, aunque de manera ciertamente poco educada, a cualquier urgencia que de pronto hubiera caído en ella o recordado.

Lo que a este vigilante sí le sorprendió, le alucinó, le acojonó, y le hizo decir a los jefes que jamás volvería a pisar esa embajada, fue que tanto el viejo filipino como su esposa - con los que hablaba casi a diario durante más de dos años - nunca más volvieron a ser vistos por él ni por nadie.

Seguramente el haber escuchado a los nuevos dueños que muy probablemente en la vieja embajada había enterrados antiguos residentes y ciudadanos filipinos fallecidos en desconocidas circunstancias tampoco ayudó a tranquilizar un ápice a mi compañero.

El caso es que al quedar vacante el puesto de vigilante de la embajada, y que a los otros compañeros de la empresa tampoco les apetecía pasar las noches en tan ahora famoso sitio, pues ya os podéis imaginar, amigos, qué joven vigilante loco e inconsciente iba a ser el nuevo vigilante de la antigua embajada.

A todo esto la empresa atravesaba bastantes problemas económicos y de personal en aquellos momentos.
Se habían despedido casi la mitad de la plantilla, y era normal, pagaban poco y además la seguridad de discotecas no es para todo el mundo, ni mucho menos. Y el resultado de ello era que había días que tenía que trabajar en una discoteca de 8 de la tarde a 1 de la noche y después de seguido irme a la embajada a pasar toda la noche hasta las 9 de la mañana.

La verdad es que unos días llegaba demasiado cansado para preocuparme de supuestos fantasmas filipinos, y otros, de un contento subido gracias a las copas que me invitaban en la disco, y para ser sincero a alguna pequeña bolsita, regalo de algún compañero vigilante o de alguna amiga relaciones públicas (y menos públicas) que trabajaban en las discotecas, sin contar con alguna jornada que la pasaba bien acompañado; y es que mi amigo inspector me concedía bastante libertad en mi cometido laboral - en realidad no podían permitirse más bajas en la empresa - y el favor realmente se lo hacía yo a la empresa al hacer dobles turnos durante toda la semana.

No, no tenía ningún miedo a fantasmas, no sé si debido a mi superlativa inconsciencia juvenil o a que realmente nunca me han asustado demasiado las cosas del más allá, y no es porque crea o no crea en ellas, la verdad nunca me lo había planteado demasiado, al menos hasta aquel año.

Sí me mosqueó un poco la noche que me llevé a Keko, el joven y loco pastor alemán de 4 primaveras de Alfredo, la pareja en aquellos años de mi madre. Resulta que el animal era uno de esos perros que por su raza y por su educación - para ser exactos por la ausencia de ella - no paraba quieto y era nervioso y juguetón en exceso. Eso sí, la noche que le llevé conmigo a la embajada se metió en un rincón y por más que le animé a pasear y jugar, el pobre ni se movió en toda la noche. Juraría que estaba acojonado.

Una noche de endiablado viento escuché unos ruidos muy fuertes y extraños en la planta superior a la que me encontraba; en realidad durante las noches allí yo solía echarme a dormir algún rato en mi coche, aparcado en el patio de la embajada, pero justo esa noche el cabrón de mi inspector me había pedido el coche, por lo que estaba en una sala amplia en la planta baja oyendo el último LP de los británicos The Alarm que había grabado en un pequeño radiocasete a pilas (en la mayoría del edificio no había luz, solo de obra y en muy pocos sitios)

Mi inspector me había dicho que nunca subiera a las plantas de arriba, pasase lo que pasase, que ante cualquier incidencia o sospecha importante saliera de allí y avisase a la policía.
Pero yo, haciendo honor a mi inconsciencia habitual de aquellos tiempos, subí a investigar los extraños sonidos.

La planta segunda estaba más oscura de lo que había imaginado, y yo iba andando por un largo pasillo, despacio, con la linterna en la mano izquierda y el revolver - un Astra 680 del calibre 38 - en la derecha.

Oí golpes cada vez más cercanos que se mezclaban con crujidos (seguramente producidos por el fuerte viento contra la madera vieja) y confieso que fue la primera vez que sentí miedo, y me pregunté que qué coño estaba haciendo ahí arriba.

De repente, al llevar el haz de luz circular de la linterna hacia el hueco de lo que parecía un gran armario empotrado en la pared, ¡vi a una persona frente a mí!,

a menos de dos metros, casi a oscuras, no le distinguía la cara, pero era de mi misma altura.
Una potente fuente de luz que provenía de su silueta me deslumbró por un momento...

Fue durante un escaso par de segundos en el que, al mismo tiempo, se me contrajo de golpe algo a la altura de los testículos, se me puso la carne de gallina, y estuve a punto de apretar el gatillo;

hasta que me di cuenta que esa persona era yo mismo... que era mi propio reflejo en un puto espejo en medio de la oscuridad.

Con el corazón a mil volví a bajar a la planta baja, tardé al menos diez minutos hasta que los latidos de mi pecho volvieron a la normalidad.


Unos meses después el jefe nos dijo que la empresa iba a cerrar; yo en el fondo me sentí feliz ante la expectativa de dejar de trabajar en ella. Esa vida no era para mí, sobre todo por los problemas - a veces bastante serios - que traía trabajar en el mundillo del ocio nocturno.

El último día que fui a trabajar a la embajada no se me olvidará jamás, y aún hoy me avergüenza, y sobre todo se me sigue poniendo la carne de gallina al recordarlo.


Era de día, me quedaba menos de una hora para terminar mi jornada - y además definitivamente mi trabajo allí - . Estábamos sentados alrededor de una mesa rectangular de unos 2 metros de largo el jefe de obra - un tipo joven de unos 30 años- tres albañiles más y yo.

No recuerdo cómo salió el tema, pero estábamos hablando sobre armas de fuego, y alguien preguntó algo sobre mi revolver.

Y en ese momento hice varias cosas que jamás se deben hacer: la primera es sacar el arma de la funda delante de personas ajenas a la profesión y sin un motivo de necesidad, la segunda -aún peor- manejarla delante de nadie, y la tercera, hacer retroceder el percutor (o martillo) sin asegurarme fehacientemente que no quedaba ninguna bala en el tambor (o cilindro), y aunque lo había hecho muchas veces a solas sin ningún problema nunca , al hacer girar el tambor (sujetando y bajando con el pulgar el percutor al mismo tiempo que muy suavemente con el dedo índice movía el gatillo), sorprendentemente se me escapó el percutor del dedo y el arma se disparó.

Recuerdo que los cinco no quedamos mudos. En un instante hice un rápido barrido con la mirada y vi que todos estaban bien, ciertamente pálidos pero bien.

Momentos después descubrí el agujero que había producido el proyectil, en la pared, a unos doce centímetros a la izquierda del jefe de obra.


Ese día salí por última vez de aquella antigua embajada; ya en el gran portón a la calle me giré hacia atrás y contemplé el edificio y el gran patio central por última vez, aún asustado y agradeciendo a los espíritus del lugar o a quien fuera que la bala solo hubiera agujereado la pared.

Supongo que el joven jefe de obra, él con más miedo aún y sin ninguna culpa, pensaría algo parecido.


Hoy en día sé que difícilmente hubiera superado un desenlace dramático de aquel hecho y de aquel día (y no me refiero a los aspectos jurídicos y penales).
Y bueno, amigos, a partir de entonces, creo que sobra decirlo, aprendí a no hacer nunca más el gilipollas con las armas de fuego, y cuando me preguntan si creo en fantasmas o espíritus suspiro ... y callo.
 
 
 
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