Jaime

Jaime estaba postrado 
en la cama, sin ganas de nada, 
pensando en cómo Silvia pudo, 
cómo, queriéndole como le quería,
pudo liarse con otro, con ese, 
de cuya mala reputación hablaban 
los mentideros del pueblo,
un bala perdida cuyo mérito
fue dejar preñada a Elsa,
una vecina ya casada entonces,
ya cansada del marido y del roce
que esa vida dejaba en su entraña, 
ya víctima de un desamor sordo,
sibilino, que se iba instalando día
tras día en un vacío que ella misma,
ni de chiripa, no sospechó tan hondo,
y él, diciéndole recio que la quería, 
que le excitaba, le llenó de humo 
barato e inexistente ese hueco, sí, 
y ella —como con saña—, sabiendo
la calaña del susodicho, sospechando
que más allá de un polvo o dos no había
horizonte posible con él, le desdeñó,
ninguneó recio, colocándolo en su lugar, 
en su trozo de corazón solo reservado
para él—según sus palabras—. 
¿Se le fue la olla o fue todo calculado?
Le costaba creer lo segundo al hablar conmigo,
en el bar de Ignacio, a la hora del café,
las pastas, el poquito de azúcar como a él
le gustaba, lo suficientemente caliente como para
chamuscar la punta de la lengua, sí, y relajado,
llorando cual Magdalena, Jaime Osteolaza
—así lo llamaba en el colegio, a mi lado— decía
lamentando, tengo la culpa, la he descuidado,
por las noches, en la cama, ni un beso de esos
que los amantes de cucharita se dan a mansalva, 
ni un tequiero ni ningún vocablo que equivalga...
Yo, casi con un nudo cerrándome la garganta,
apenás pude poner réplica, armar aunque fuese
un consejo barato, al uso, ya que el corazón,
golpeando las paredes del pecho, producía un eco
que me impedía escuchar cualquier pensamiento,
cualquier tentativa de ofrecerle un lenitivo....