Amada mía,
Hoy, al escribirte, siento el viento como un mensajero que ha atravesado todas las distancias, un eco lejano que ha venido a susurrarme tu nombre. Es extraño, ¿verdad? Como un hombre puede ir más allá de sus propios límites solo por el recuerdo de una mirada, el roce fugaz de unos dedos, o la promesa silenciosa que reside en un abrazo.
Tu rostro, aunque ahora lo vea solo en la mente, tiene la fuerza de las montañas. Eres más que carne y hueso. En ti habita un alma que desafía los límites del tiempo. Si la guerra tiene su propio lenguaje, tú hablas en un idioma que las espadas no pueden cortar, que las lanzas no pueden atravesar.
Te escribo mientras el sol se va agotando en el horizonte, mientras el aire comienza a enfriarse, pues es en el silencio de la tarde cuando el alma del hombre se siente más desnuda. Cada día que pasa sin ti es una batalla contra los propios pensamientos, una guerra contra la necesidad de tenerte cerca, de sentir que no estoy solo en este mundo vasto y eterno.
Cuando el deber me llama, cuando el peso de mi espada me recuerda lo que soy y lo que represento, lo que más me duele es la distancia entre tus brazos y los míos. Porque al fin y al cabo, en este mundo, la guerra puede llevarse los cuerpos, puede quebrar los huesos, pero nunca podrá arrebatar lo que siento por ti. Mi amor por ti no tiene fin, ni principio, ni medida.
¿Qué es la gloria, si no un paso fugaz? ¿Qué es la victoria, si no una sombra que desaparece con el viento? Nos enseñan que el hombre debe dejar un legado, pero yo te dejo mi alma, mi palabra, y la promesa de que mientras respire, nunca dejaré de ser tuyo.
Hay algo más grande que el filo de la espada, y es la fuerza que se crea cuando dos seres se unen, cuando un hombre ama de manera tan feroz que incluso el tiempo tiembla ante su amor. Tú eres mi razón, mi compás, mi aliento. En ti hallo el fuego que me mantiene en pie, la llama que nunca se apaga, ni siquiera en las noches más frías de la soledad.
Te pido que sigas mirando al cielo, que cada estrella sea una de mis promesas que te envío desde el frente, que cada viento que acaricie tu rostro sea un susurro mío. Pues aunque mis pasos me alejen de ti, en cada latido del corazón, en cada suspiro que ahogo, te llevo conmigo. Y en esa unión secreta, que ni los dioses pueden deshacer, es donde vivirán siempre nuestras almas.
Sé que lo que nos separa en este tiempo es solo un instante, y aunque la guerra me reclame, aunque mis días estén contados por los dioses, lo que perdura es lo que nunca se dice, lo que no puede tocarse. Lo que somos, en esencia.
Mi fuerza, mi valor, mi sacrificio, todo tiene un solo fin: volver a ti, para ser la sombra que se acurruca a tu lado.
Te amo, más allá de las palabras, más allá del honor. Más allá de lo que la vida pueda darnos o quitarnos.
Tu esposo, Leónidas
-
Autor:
Shelby (Seudónimo) (
Offline)
- Publicado: 31 de marzo de 2025 a las 11:23
- Comentario del autor sobre el poema: El amor y la guerra siempre han estado entrelazados en la historia de la humanidad. Este poema es un reflejo de esa dualidad: la batalla que un hombre libra en el campo de guerra y la que enfrenta en su propio corazón. Es la voz de un guerrero que, a pesar de la crudeza de su destino, encuentra su verdadera fortaleza en el amor que lo sostiene. A través de estas palabras, quise capturar la esencia de un sentimiento que trasciende la distancia, el tiempo y la muerte misma. Porque hay batallas que se libran con espadas, pero las más grandes se pelean con la esperanza de un regreso, con la promesa de que el amor es más fuerte que cualquier sombra. Este es el testimonio de un hombre que no teme a la guerra, pero sí a un mundo sin la mujer que lo completa.
- Categoría: Sin clasificar
- Lecturas: 14
- Usuarios favoritos de este poema: Poesía Herética, Josué Gutiérrez Jaldin, Mauro Enrique Lopez Z.
Para poder comentar y calificar este poema, debes estar registrad@. Regístrate aquí o si ya estás registrad@, logueate aquí.