Nazaret lo supo

Nazaret lo sabía, 
su hermana Antonia
se casaba, se tenía que casar,
no podía ser otro su destino, madre
abnegada para con una prole
desagradecida porque una prole
que no lo sea no sería fetén, sí, 
lo sabía, lo supo desde que los vieron
juntos, tomando café o algo así 
en la terraza del Sobrarbe, el bar de cerca
de la estación, y se les veía tan monos...
Nazaret estaba como desolada. 
Por un lado le ilusionaba la idea de tener,
en un futuro próximo a buen seguro, so
brinos, y el chico, su futuro cuñado, no le
caía del todo mal, parecía buena gente. 
Nazaret me lo dijo el otro día, en una con
versación expontánea de esas que no te es
peras y de repente, en medio de un informe,
suena con estridencia la campanita del móvil.
Sí, me transmitio con pelos y señales su tris
teza, el que, de noche, ya, a partir de que se mu
dara, ya, esas picantes conversaciones que jus
to antes de posar la cabezas sobre sus almoha
das levantaban alguna que otra queja aledaña, 
hablando de chicos, de amigas, de los deberes
y exámenes que como lunares en un blanco
impoluto manchaban sus vidas de contrariedad,
sí, todo eso sería, en breve, pasto del pasado. 
Nazaret lo sabía, sí; pero lo que no pudo olerse
ni por asomo fue que el casarse no fue idea ni
voluntad suya, ni siquiera del supuesto novio, 
sino del azar que quiso que un óvulo y un esper
matozoide llegaran a un pacto —y es verdad que
a cierta altura de ciertos eventos el volumen
de los acontecimientos difícilmente puede ocul
tarse, pasar desapercibido. 
Cuando Nazaret se enteró —no por boca de Anto
nia, lo que le dolió más— era ya tarde, los prepara
tivos y la lista de invitados se tornaron inamovibles. 
Sí, me lo dijo por guasa; ella lo supo, y muy bien...