La imagen detrás del espejo

En el confuso proceso de la auto-percepción, uno puede creerse frente al espejo.
Pero basta un segundo, una decisión, un gesto mínimo de humanidad,
para notar que se encuentra —realmente— en aquel a quien eligió ayudar…
o a quien decidió ignorar.

El camino del conocerse dura años —quizá toda la vida—
y aún así, esa idea por la que juramos y morimos,
ese concepto de “yo”, no será el mismo en cinco años.
Ni en cinco días.

En mi breve andar por esta vida fugaz,
he tenido el lujo —o la carga— de conocer(me) apenas lo suficiente
para saber, con toda certeza,
que aún no me conozco.

Ni me conozco, ni me defino.
Porque, como dijeron los sabios:
definirse es limitarse.
Y tal vez tenga que vivir esa frase para entenderla.

Sé que la vida es bella.
Cuando el sol me acaricia la piel morena,
y una birria fría me recuerda que sigo aquí.
Sé que es bella cuando recuerdo
que en casa esperan:
mi madre, mi padre, mis hermanos,
los abuelos, los tíos…
toda una constelación de amor con nombres propios.

Pero cuando cae la noche
y estoy aquí, en esta prisión con forma de mente,
en este departamento que grita desorden y abandono,
con la soledad de los 23 años tatuada en el alma…

me pregunto:
¿qué quiere decirme la vida de mí?

Y entonces entiendo,
que tal vez no se trata de encontrarme,
sino de acompañarme.
De limpiar poco a poco el desorden afuera,
mientras intento hacer espacio dentro.

De aceptar que no siempre habrá respuestas,
pero sí preguntas que valen la pena.
Que puedo no tenerme del todo,
y aun así, sostenerme.

Que quizás la vida no quiere decirme nada.
Quizás solo quiere que la viva,
con toda esta incertidumbre,
con toda esta belleza rota,
con toda esta esperanza que insiste en no morirse.