¿Será posible?

¿Puede el hombre tocar el sol? ¿Se puede ver el viento? ¿Se podrá alcanzar el infinito? Preguntas que retumban en mi mente, tan vastas e inalcanzables como el cosmos mismo. Sin embargo, hay una pregunta que eclipsa a todas las demás, una que nace del anhelo más profundo de mi alma: ¿Podré algún día verte, contemplar tu hermosura?

Imagino el encuentro, un sueño que acaricio en mis horas más íntimas. Poder ver tu piel canela, suave como la seda bajo la luz de la luna, perderme en la escultura y curvas de tu cuerpo, una obra maestra cincelada por los dioses. Y tus labios, oh, esos labios con sabor a miel, ¿podría yo, un simple mortal, probar su dulzura?

Si tan solo pudiera tenerte frente a mí, te mostraría que mi corazón pronuncia tu nombre con cada latido. Es por ti que el ave canta cantos a tu belleza, que el sol se esfuerza por imitar el brillo de tus ojos. Aun la rosa, en toda su magnificencia, se cohíbe ante tu hermosura, avergonzada por su propia palidez.

¿Será posible que un mortal como yo pueda ver un ángel? ¿Podré yo, con mis imperfecciones y defectos, estar ante la presencia de semejante belleza divina? A veces me pregunto si no soy más que Ícaro, volando demasiado cerca del sol, destinado a caer y estrellarme contra la realidad de mi propia insignificancia.

Pero entonces recuerdo la esperanza, esa pequeña llama que arde en mi pecho, negándose a extinguirse. Y me aferro a ella, a la posibilidad de que, tal vez, solo tal vez, los sueños puedan hacerse realidad. Quizás algún día, el universo conspire a mi favor y me conceda el milagro de tu presencia. Y en ese momento, todos los enigmas del mundo palidecerán en comparación con el misterio de tu ser.