Dos vidas

Hace diez años Alberto vivía en un rancho de bahareque en un barrio inmundo con una vieja que le pagaba todos sus gustos. Única manera de mantener a un hombre que es 20 años menor. El agradecía acostándose con cuanta mugrienta se le cruzaba el paso… hasta que apareció ella en diciembre. Joven, universitaria, elegante y bella, separada con su hija a cuestas.

            Él creyó por vez primera que podría serle fiel a una mujer. Y la conquistó. Prometió villas y castillos, pero la desconocida no estaba interesada en él. Sabía que podría pretender algo mejor. Vivía cómodamente con su niña en un indo apartamento. Pero él insistió una y otra vez. En mayo salieron a bailar. Él no sabía bailar, ella bailaba como los dioses. Intentó enseñarle, pero él nunca aprendió. Con el tiempo trataron de iniciar su vida.

            No era fácil, ella perdió su status, el ganó glamour. Por primera vez en su perra vida ingresaba a un mundo que nunca soñó. Noches de teatro y de ópera, de pasiones y de ternuras. Ella no era un chango barato a los que estaba acostumbrado, ni la vieja senil que lo mantenía con tal que no se le fuera de la casa.

            Los años vinieron con su cuota de amarguras pero también con dos princesitas que ahora llenaban la vida de ella. La comida no alcanzaba, el alquiler no se pagaba, le cortaron la luz y cayó en la depresión. Consiguió dos trabajos, pero ni aun así podía volver a vivir como otrora. Ella extrañaba sus lunes de Filarmónica, sus sábados de baile, sus domingos de teatro, pero en especial extrañaba tener un compañero con quien compartir lo que ahora la angustiaba.

            Una mañana después de 10 años lo llamó y del otro lado de la línea una borracha, con voz de orillera barata le respondió.

            Y ella lo esperó sentada en el sillón con su glock desenfundada.

            Él entró sonriendo.

             Ninguna orillera barata acudió a su funeral. Su viuda elegante y hermosa no derramó ninguna lágrima.