Él era ese chico de mirada perdida hacia el vacío, caminaba lentamente sin mirar hacia adelante, solo sus pies tropezar con sus trenzas grandes de colores fríos. Así pasaba el día: respirando sin hacerlo, caminando sin ver hacia adonde, sintiendo el cálido tiempo que aborrecía; escuchando voces en su cabeza, golpes intermitentes en el pecho al ver la gente pasar, soslayando las miradas penetrantes de otros seres que lo hacían ser y estar. Cada paso que daba era una imagen clara, nítida, profética y abominable. El olor de sus manos pasaba por su nariz húmeda y perfilada, éste lo hacía volver en sí, llegar hacia lo real, llegar de la oscuridad que lo invadía. Sé quién es, pero es extraño, muy extraño. Habla solo por mucho tiempo mientras nadie lo ve. Se sienta en los últimos puestos del salón de clases, mira hacia afuera como escapando de algo, de alguien; observa detenidamente el viento golpear la madera, el vidrio, el metal. Se duerme por instantes y, sobresaltado al despertar, corre chocando con lo que está en frente, tumbándolo y recogiéndolo torpemente. Sí, lo he observado. Veo que cuando ocurren los terrores motivados, sale despavorido de donde se encuentra; debajo de la sombra del árbol, debajo de la lluvia en el rincón, cerca a los matorrales del fondo del pasillo del sótano, en el salón de clases, en su cama en trance, en su baño estático, en su banco preferido desteñido de color; aquel del último piso profundo, vacío de sombras, de caminares, de olores, de colores, de ropas, de palabras. Siempre salía como si lo persiguiesen, con armas acechantes, muchas personas, varias personas. Me reía cuando él lo hacía, lloraba cuando él lloraba, aunque no sabía por qué lo hacía. Trataba de intuir e ir más allá de lo que podía ver en su cara y expresiones corporales, pero no, no podía, y eso me dolía, porque cuando debería estar, no estaba; con él, a su lado, cuando se retorcía y escupía espuma por la boca, cuando giraba gritando de agonía “suéltenme, déjenme ir”. En esos momentos no podía estar en su mundo, en ese mundo incomprensible que vivía muy interiormente, aquel por el cual hubiera dado mi vida por conocer, o quizás no.
Él, ese chico solitario, conocía a todos, a todos los que le rodeaban; los que conocía y los que no, los que estarían, los que estaban y los que habían estado. Aquel día de final de tarde, cuando los astros se concedían el permiso mutuamente de estar y de poder irse, pude ver su lejanía; la de siempre, pero esta vez me hizo sentir que pasaría algo grave, algo que no estaba acostumbrado a presenciar. Subió hasta el último piso recitando cada escalón, miraba de reojo temblándole las manos, sudor en éstas pude ver; agitado por los nervios caía y se volvía a levantar, hasta que llegó. Las luces del pasillo se apagaron, no sé por qué razón, había comenzado la noche oscura en aquel recinto ya no escolar. Se detuvo mirando fijamente hacia la profundidad que le hablaba, así parecía ser. Su cuerpo vibraba espantado, y su sombra, por un momento se hizo gigante, las nubes también lo veían, estaban todos a su alrededor, cuando de pronto se escuchó ese grito visceral, proyectado totalmente con la fuerza que le quedaba. Cayó al suelo.
Mi pasillo se hizo más oscuro de lo que estaba, y al final, una luz brillaba; me cegó por un instante, pero eso fue el principio de lo que me esperaba. La luz me llevó a un laberinto, con la misma fuerza con la que apareció; levitaba dando vueltas, y a mi alrededor; -mi nuevo alrededor-, convergían líneas, venían y desaparecían; rostros que conocía eran demacrados ahora, tapados sus labios con líneas de metal, ojeras violáceas y sin cabellos que taparan sus huecos oxidados. Toqué el suelo mojado con mis pies descalzos. Allí sentí la muerte inundar los hilos que me llevaron a decir que otro estaba caminando por mí, que yo mismo me estaba escuchando en los ecos de mis aplausos, de mis risas y mis llantos. Quise volcar todo hacia algo más débil que no fuese mi propia sombra, mi cuerpo delgado y sin fuerzas. En aquel instante que vi que estaba muerto, sin estarlo, me dije como en un espejo, por qué estoy aquí, para qué estoy aquí, y por qué no me he ido aun. Los motivos no me faltan, solo dejé de vivir hace años, y aunque camine, soy vulnerable a esa gota, a esa mancha, a ese estado de no estar, ni siquiera conmigo. He hecho daño, y las personas que vi en mi punto fugaz de locura pasajera, no eran otros sino yo. Y lo sé, lo siento, cada día estoy peor; voy porque me llevan, no sé quién o quienes, pero me llevan. Al bien, al mal, a la alegría, a la infelicidad; esto qué importa. Es un infierno celestial.
La gente pasa, me mira, vuelve a pasar. Detrás hay cosas y no cosas que hacen daño. El humo que se escapa de sus labios virginales de maldad, el llanto que corre con fuerzas en el patio, pero este no se escucha; yo lo escucho. Las risas quebradas al lado de mis objetos, los espíritus que juegan a ser mis escudos, la luz que se apaga sin yo querer, el camino que termina para luego dar inicio a uno de menor trayecto. Mis lágrimas que nunca piden permiso, a veces se quedan atascadas encendiéndose en su círculo azulado. El cabello que nunca peino porque me enredaría en él. El temor, que es casi mi todo. Mi vida, que ya no puede ser.
- Autor: Jean Baptiste (Seudónimo) ( Offline)
- Publicado: 18 de febrero de 2011 a las 19:13
- Categoría: Cuento
- Lecturas: 23
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