Segunda parte de la novela corta «Llanero», por Teresa Domingo Català.
II
Joe estaba tumbado en una hierba fina. Husmeaba el aire y meneaba el rabo mirando al hombre que estaba tumbado junto a él. El hombre miraba el cielo, azul, luminoso, quizá recreándose en el magnífico día de verano que la naturaleza le ofrecía. Hacía muchos años que no tenía casa ni trabajo. Era un vagabundo por vocación, pasaba por los pueblos buscando algún trabajo de unos días, cama y comida, para seguir su periplo con Joe, el perro que se unió a él de manera voluntaria. Joe decidió seguirle, quizás tenía un amo duro y agresivo que no le daba ni comida ni cariño, quién puede saberlo. Joe y el vagabundo preferían el verano, cuando dormir a la intemperie era una pequeña aventura amenizada por la buena temperatura y el cielo raso. En invierno había poco trabajo, y la gente no era tan propicia a ofrecerle un sitio en la mesa y una cama en el pajar. Eso quien tenía pajar, pero más que nada esta es una manera como otra de decir las cosas. Pero ahora era verano, el inicio casi de la estación, y Joe y el hombre que le acompañaba estaban contentos. Acababan de dejar La Rueda, un pueblecito pintoresco, y Margo la farmacéutica le había comentado que no cruzaran el valle que separaba La Rueda de Llanero. Allí todos están locos, le dijo Margo, sus nombres son extraños, y aquí, en La Rueda, tuvimos tres muertes, tres chicos jóvenes, entre los dieciocho y los veintitrés tenían, todos aparecieron muertos en el valle. No fue nadie de aquí, fueron los hombres de Llanero, o uno de ellos, quién sabe. No vaya a Llanero, puede ser peligroso.
La gente de La Rueda no hablaba normalmente de Llanero, el valle de los Anacardos separaba las montañas en que estaban los dos pueblos. Margo no sabía en que momento Llanero se había convertido en una comunidad encerrada en sí misma, con sus propias leyes y sus costumbres atávicas. Pero así era, no podía recomendarle cruzar el valle y subir la ladera.
Pero el hombre no tenía miedo y Joe le acompañaba, como siempre, meneando el rabo y olisqueándolo todo, marcando el territorio, como si toda la extensión de la campiña fuera de su propiedad.
El vagabundo había dejado atrás, hacía ya mucho tiempo, las ciudades. No le atraían ni el asfalto ni los coches. Las aceras llenas de gente, los grandes centros comerciales le producían un horror casi místico. Además, vivir en la calle en la ciudad era mucho más crudo, más duro para un vagabundo que ir de pueblo en pueblo reclamando un pequeño trabajo y una cama. En verano no necesitaba cama alguna.
El hombre y el perro se pusieron de pie. Primero el perro, después el hombre. No era la primera vez que Joe decidía por los dos. Cuando se cansaba de yacer, recogía sus patas y echaba a andar, a veces lamía la cara del hombre si este se hacía el remolón. Pero ese día, el mismo en que los hombres de Llanero habían encontrado el cadáver de la niña, Joe no tuvo que lamerle la cara. El vagabundo se levantó, cogió su mochila que estaba en el suelo, se la puso a la espalda y le dijo a Joe, y ahora dónde vamos. El perro ladró y se dirigió hacia el valle. El hombre le siguió. Primero descendieron la montaña, a paso rápido. Llegaron al valle de los Anacardos en relativamente poco tiempo. El sol apretaba, los guijarros y las lagartijas estaban calientes, pero como era todo cuesta abajo el hombre y el perro no tuvieron mucha dificultad en descender por las rocas, sorteando los matojos, hasta llegar a los campos cultivados. Las montañas eran poco hospitalarias, y sólo alrededor del río Negro se extendían los campos cultivables, mitad de las gentes de La Rueda, mitad de las gentes de Llanero. No tenían escrituras de propiedad, pero los terrenos pasaban de generación en generación en el seno de las mismas familias. Los campos de la Rueda eran extensiones de toda clase de hortalizas: berenjenas, pimientos, tomates y demás, también patatas y árboles frutales. Los campos de Llanero, separados por el Río Negro, tenían plantados naranjos y almendros, avellanos y limoneros, y algún que otro olivo. También plantaban hortalizas y patatas. Nadie cruzaba el río, ni los habitantes de La Rueda, ni los de Llanero y eso que no era difícil si se sabía nadar.
Eso fue lo que hicieron Joe y el vagabundo. Cruzaron el río a nado, empapándose. Pero a finales de junio eso no representaba ningún problema. El hombre vació la mochila y lo puso todo a secar, encima de unas rocas, y él mismo necesitaba la acción del sol, igual que Joe.
En su camino se cruzaron con una anciana que les intentó disuadir de cruzar el río, pero tampoco lo consiguió. Parecía que una fuerza invisible llevara los pasos del vagabundo a cruzar el río Negro, caudaloso y fértil. Él quizá no lo sabía pero sus pasos decidían por él al atravesar el río junto a Joe.
Ya del lado de los campos de Llanero, el hombre no encontró a nadie. Él no lo sabía pero los habitantes de Llanero estaban reunidos en la plaza del pueblo, con el cuerpecito de Gedda cubierto por una chaqueta negra presidiendo la asamblea. En aquellos momentos, todo era silencio y lágrimas.
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