Capítulos IX al XII de la novela corta «Llanero», por Teresa Domingo Català.
IX
Nina estaba obsesionada. Tropezaba con las sillas y se le caían las cacerolas. No le había contado a nadie sus sospechas. Quizá fuera su mismo odio, quién lo podía saber, un odio que, como todos los sentimientos vergonzosos, crecía en la oscuridad de un alma encerrada desde hacía muchos años. Más de veinte años con aquel peso, con aquella carga tan pesada, condenada en vida. Nina observaba el pueblo. Las casas estaban cerradas a cal y canto. La fuente, desierta de niños. Los hombres estaban en los campos y las mujeres, sigilosas, vigilaban a los niños mientras arreglaban sus casas y cocinaban. Las abuelas, las tías estaban muy buscadas para que cuidaran de que los niños no se escaparan a la calle. Llanero parecía un pueblo desierto. Nina cuidaba de la más pequeña de sus sobrinas. Jika ya tenía quince años, estaba a punto de juntarse con Fiul, y toda su energía estaba puesta en preparar su nueva casa. Pav tenía doce años y estaba con Niah en los campos cultivados. Quedaba Ñol, que recientemente había cumplido los nueve. Ñol era la sobrina preferida de Nina, la que la ayudaba en las labores del hogar. La cuñada de Nina solía ir por casa de su madre, a charlar y a amonestar a sus propios sobrinos. Nina temía por Ñol. Sólo tenía un poco tiempo más que las otras niñas muertas, así que no le quitaba la vista de encima. Pero no tenía nada que temer, pues Ñol estaba tan asustada como su tía. Ñol era una niña temerosa de los enfados de la madre y de los resoplidos del padre. Cuando quedaba sola con Nina estaba, como vulgarmente se dice, en su salsa. Entonces jugaba con sus muñecas de madera y trapo, o se sentaba a los pies de Nina pidiéndole que le contara historias.
Aquella mañana Ñol y Nina estaban pelando habas. Tenían un cuenco para las habitas y un cubo para las mondas. Habían pasado tres días desde el entierro de Gira, y la niña y la mujer estaban en silencio. Silencio que Ñol rompió preguntando a Nina por qué no se había juntado con nadie. Nina no respondió y pensó en cómo contarle la verdad a una niña que todavía era pequeña. Pero no toda la verdad, se dijo, esa no se le podía contar a nadie. Tú sabes quién es Kara, ¿verdad? La niña asintió y dijo: Kara es la mujer mayor que vive muy a las afueras de Llanero. No tiene hijos. Es muy pobre. Y a mí me da miedo. Haces bien en tenerle miedo, respondió Nina. ¿Qué tiene que ver ella contigo? Preguntó la niña. Ahora nada, dijo Nina con amargura. Nada. Hace mucho tiempo que nada. Y calló, buscando las palabras que pudieran describir lo que había ocurrido tantos años atrás. Ñol preguntó de nuevo por Kara y Nina respondió: Éramos amigas pero ella me traicionó. Ñol preguntó otra vez. ¿Amigas? Sí, amigas. ¿Y qué pasó, tía Nina? Que me traicionó. Eso ya me lo has dicho, afirmó la pequeña. Es una larga historia que se puede resumir diciendo que cometí un error de juventud, no, cometí dos errores de juventud, y he pagado por ellos toda mi vida. Tú no cometas ningún error, no vayas nunca a la cueva grande. ¿Tú fuiste a la cueva grande? Preguntó la niña. Nina tardó en contestar. Sí, fui. La niña no preguntó nada más y las dos siguieron pelando habas.
X
Kara entró en el pueblo. Avistó la casa de Lul, la última de Llanero. Llevaba dos canastos grandes llenos de jabón. Kara heredó de su abuela y de su madre el conocimiento para elaborarlo, y, a pesar de su condición de desclasada, lo podía cambiar por alimentos, ya que ella no heredó ningún pedazo de tierra en los campos cultivables.
Iba con su vestido y su calzado nuevos y notó, como un peso que se hinchara por momentos, el silencio cargado de tensión que se expandía por el pueblo, como si éste fuera una goma elástica que, como los latidos del corazón, se expandiera y se contrajera por el movimiento del capricho de algún díos remoto.
¿Pasaría por su casa? Por qué no, se dijo, así volvería a verla, por qué no volver a verla. No, no iría. No quería sentir su odio. Todavía hacía daño, todavía la hacían sufrir los ojos gélidos de Nina. Sentir su odio era mucho peor que padecer el ostracismo de las gentes de Llanero. Porque las gentes de Llanero no importaban y Nina sí, esa era la gran diferencia. Nina había importado siempre, desde que la conoció, hacía ya más de treinta años. Mientras llamaba a las puertas ofreciendo los jabones a cambio de tomates, nabos, aceite y demás, pensaba en Nina, en lo mucho que la había amado.
Se conocieron en la primera adolescencia. A los padres de Nina no les gustaba que su hija hiciera amistad con la hija de la prostituta oficiosa de Llanero, con la mujer que iba con los hombres a la cueva grande, con el tácito consentimiento de unos padres seniles. De semejante madre qué hija podía crecer, una potranca que salía y entraba de la casa sin ninguna restricción, que sería igual de puta que la madre, por el ejemplo que le daba. Era cierto, pensó Kara, que su madre iba con algunos hombres, pues la deshonra le había caído encima y por más que hiciera no la iba a poder borrar. Los hombres le gustaban, a su madre le agradaban los hombres y el sexo. A Kara no. No había problema en que ella fuera a la cueva con chicos, porque a Kara no le gustaban.
Pasó de largo por la casa de Nina sintiéndose observada. Nina miraría tras los visillos de la ventana, sin duda ninguna. Odiándola. Kara podía sentir su odio, el cáncer que carcomía los sentimientos de Nina, porque un odio tan enorme, un odio tan salvaje, no podía conducir a ningún sitio bueno.
La había amado. Kara la amaba todavía. Era un amor, pensaba mientras sorteaba a uno de los gatos del pueblo, que se había atrincherado con el paso del tiempo, creciendo como las murallas de una ciudad fortificada, abocándola al pensamiento, al deseo y a la masturbación. Sus fantasías se remontaban a la época de la cueva. Kara le descubrió a Nina la cueva, Kara la conocía por su madre, pues se la enseñaba en sus recorridos por la ladera del río Seco, diciéndole que no hiciera lo que ella. Y en cierto modo Kara nunca desobedeció a su madre, pues no fue allí con ningún chico, sino con una niña. Porque eran prácticamente niñas, con once y diez años respectivamente, Nina era un año mayor que Kara. Jugaban a esconderse por la ladera, en la escasa hora y media que Nina tenía libre, pero lo que eran en realidad suyas eran las noches. Kara animó a Nina a que escaparan de sus casas, y en la oscuridad, corrían por el pueblo hasta la cueva todos los veranos, hasta que una cumplió quince y la otra catorce.
Se abrazaban, se besaban. Se desnudaban la una a la otra, jugaban con la escasa hierba del río Seco, contaban las estrellas, y volvían a abrazarse y a besarse, a tocarse, excitadas por el secreto y por la noche. Pero no duró, pensó Kara. No duró porque Nina se enamoró de Nozh.
XI
Nozh salió de su casa al mediodía. El sol estaba muy alto, y picaba con la fuerza propia del mes de julio. Vestía el traje proverbial de los hombres de Llanero, pantalón negro, camisa negra, chaqueta negra, zapatos negros. Hasta el pañuelo que llevaba en el bolsillo era de color negro, así como el sombrero. Sus pasos eran rápidos, decididos. Sorteó el segundo círculo de casas, todas de piedra, todas de color grisáceo, separadas por angostos pasadizos que permitían traspasar al tercer círculo de casas. Allí vivía Thel, su amigo, su mejor amigo. Nozh era hijo del cantinero. En la cantina no se servía alcohol y allí no entraban las mujeres. Su hijo mayor, Fat, estaba encargado a esas horas de estar en el negocio, que no era un negocio propiamente dicho, ya que también funcionaba con el trueque. Pocas veces las gentes de Llanero iban de visita a otras casas, ya que se respetaba mucho la intimidad de cada familia. En un pueblo donde casi todo era de dominio público, se necesitaban unos límites férreos para preservar la vida privada de sus miembros.
Pero Nozh siguió andando hasta la plaza principal del pueblo. No sabía porqué quería ir a la fuente, quizá para refrescarse un poco del calor y del bochorno. Llegó a la fuente y allí estaba Kara. Nozh sintió como la sangre se le incendiaba. Hacía mucho tiempo que no la veía de cerca, porque Nozh solía ir a los campos cultivables por el camino alternativo al de la casa de Kara, como casi todos los hombres de Llanero.
Estaba guapa, pensó el hombre, sin cambiar un solo matiz de su cara. Se acercó a ella y Kara le miró fijamente, dejando los canastos con los jabones en el suelo.
¿Cómo estás? Preguntó el hombre, acercándose. Kara pudo mirar sus ojos negros, rasgados, su pelo negro y ensortijado, sus labios carnosos, su cuerpo delgado. ¡Cómo había odiado a ese hombre, desde que era adolescente! ¡Cómo le odiaba todavía! Estoy bien, dijo ella, sin dejar de mirarle a los ojos. ¿Y tú? Preguntó la mujer. Estupendamente, dijo el hombre. ¿No temes que te vean conmigo, a través de los visillos? Y Kara, sin esperar respuesta, cogió sus cestos con los jabones y se fue, tarareando una canción desconocida. El hombre sintió que la sangre se le ponía de pie, como dice la copla, no sabía si de ira o de un deseo violento e inexplicable.
En cualquier otro lugar lo que pasó hubiera sido un juego de niños, de adolescentes, sin las consecuencias terribles que había tenido en Llanero.
Todo empezó realmente, recordó Nozh, cuando fue con su padre a la casa de Nina. Nina tenía quince años, ya no era una niña, y cuando la vio en la cocina amasando pan, con aquella mata de cabello rojo atado a la nuca y las manos llenas de harina, su corazón le habló al oído, y le dijo que aquella era la mujer que estaba buscando.
Pensando en Nina llegó a casa de Thel. Llego en mal momento, preguntó el hombre. La niña ha desaparecido, dijo Thel. No la encontramos en la casa. Ha debido irse a jugar, dijo Nozh, que se estremeció sin querer. Git, la mujer de Thel, no cesaba de temblar. La niña ha desparecido, repitió Thel. Nozh preguntó si la habían buscado por toda la casa, pues las casas de Llanero eran muy, muy grandes. Tenían amplias salas y amplios corredores donde una persona podía perderse si quería. La estamos buscando, dijo Thel, al borde de una histeria contenida. Buscaron por la cocina, por los baños, por las tres plantas de la casa y no encontraron a la niña. Thel no quería perder el tiempo avisando a Gaz, y que éste organizara una partida, así que él y Nozh salieron a la calle y juntos, se pusieron a buscar.
XII
Beth estaba con Kara jugando con los jabones. Se habían alejado del pueblo camino del río Negro, por donde había pasado el vagabundo para llegar a casa de la mujer. Kara la vio en el portal y le enseñó los jabones y le dijo que iba a regalárselos, pero tenía que acompañarla hasta el río. Ése era el trato. La niña no desconfió, pues Kara era una mujer, y el asesino que todos buscaban era un hombre. Eso suponía la gente del pueblo, pero estaban equivocados. Quién mataba a las niñas era una mujer. Y esa mujer se llamaba Kara. Ella no podía sospechar quién era Beth en realidad, sólo era una niña más, no era más que una niña más, la tercera a la que iba a asesinar.
De espaldas a la niña, Kara recordó la cueva y la piel suave de su amiga. Nina olía al pan que amasaba, a la leña que cortaba, a la fruta que comía, al jabón que Kara le regalaba. Nina había sido su primer y único amor. Los pechos que iban creciendo, el pubis que poco a poco se poblaba de vello.
Mientras Beth colocaba los jabones en el cesto, Kara se le aproximó. Voy a hacerte un favor, dijo la mujer, aunque sufras un poco al principio, luego vendrá la paz. Con las dos manos la agarró del cuello y apretó. La niña se revolvió pero la fuerza de Kara era mucho mayor. El forcejeo duró poco rato. La niña murió en unos pocos minutos. Kara la dejó caer al suelo, y sacó un cuchillo de cortar carne. Le cortó los pezones y metió una rama seca, que encontró por allí cerca, en el pequeño sexo de la niña.
Se fue, cantando una canción desconocida, sin remordimientos, sin cargo alguno en su conciencia, con los cestos de los jabones, pues había dejado cerca de la casa la carga del trueque que había realizado en el pueblo. Llegó a la casa, dejó los jabones, y volvió al sitio donde había dejado las cestas con lo que había obtenido en el trueque, las recogió y volvió a andar el mismo camino.
Joe la estaba esperando, quizás deseaba algún hueso, algún pedazo de carne. El vagabundo estaba encaramado en el techo, encima de una escalera vieja, arreglando las paredes de la casa. No la oyó antes y ahora tampoco la oía.
Hola dijo Kara, voy a preparar la comida. El hombre bajó de la escalera y preguntó si la podía ayudar en alguna cosa. En nada, dijo la mujer, ya hago todo yo sola.
Comentarios4
es buenisimo, me gustaria obtener el libro, porfavor digame donde lo puedo comprar
Lo siento, Silvia, pero LLanero no está editado en papel, por lo menos por ahora. Quién sabe si alguna editorial se podría animar.
Muchas gracias.
Un beso de
Teresa
Hola, he leído hasta el capítulo XII, es una obra estupenda, llena de un suspenso que me lleva a esperar con inquietud los capítulos siguientes.
Valoro y aplaudo vuestro servicio.
tambien me gustaria saber donde consigo la novela
porfa quien spa mandeme los datos por que se ve que està estupenda
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