La emblemática vida del gran poeta paraguayo Manuel Ortiz Guerrero ha sido llevada en tantas ocasiones al teatro en el interior del país, al radioteatro, a las conversaciones o tertulias (en colegios o bares), en las que se traían a la memoria aquellas circunstancias tan extremas como apasionantes que rodearon su breve paso por el mundo.
En su nombre se ha formado el Taller de Poesía «Manuel Ortiz Guerrero», aglutinador de importantes escritores de la llamada generación del 80. Funciona, además, la Editorial Manuel Ortiz Guerrero del Patronato de Leprosos del Paraguay, pues sabido es que el vate villarriqueño había padecido del mal de San Lázaro.
El escritor Catalo Bogado Bordón, atraído por la figura del autor de la letra «Ne Rendápe aju», ha escrito una novela biográfica llamada «Ortiz Guerrero… Solo con las estrellas«. El material literario lleva el sello de la Editorial El Lector.
Nos lleva Bogado Bordón a su nacimiento, el 16 de julio de 1894. Él vendría al mundo con su primer llanto y sería, ah…, pequeñuelo marcado por un desafortunado destino, motivo de la muerte de Susana Guerrero, quien había expirado tras traerlo a la vida.
Inquieto alumno de Delfín Chamorro, un docente y poeta de refinada formación cultural, «Manú» empezó a escribir sus primeros poemas. Los mismos mostraban claramente una sensibilidad que habría de ser definidora, en cierto modo, de su obra.
Se sabe que Villa Rica del Espíritu Santo ha sido una ciudad distinguida por la historia y el fervor de las ideas libertarias. Era pues natural caldo de cultivo para la aparición de jóvenes intelectuales, marcados por inquietudes que no estaban a tono con las posiciones conservadoras.
Rebelde por naturaleza y por inteligencia, en 1912, junto con Natalicio González, Facundo Recalde, Leopoldo Ramos Jiménez y Aníbal Codas, «Manú» se lanzó con sus amigos a inundar la localidad con un periódico manuscrito de varias páginas. En dicho tanteo de periódico, quedó radicalmente expresado que eran, entre otras cosas, anarquistas y anticlericales. Cuántos pensamientos osados para una época que no estaba preparaba todavía para cierta clase de sustos religiosos.
Luego habría de venir la revista «Vida Nueva». Para su edición, que corrió por cuenta de Leopoldo Ramos Jiménez, Juan González y Manuel Ortiz Guerrero, se construyó una máquina de imprimir en una carpintería de Yvaroty. Mas aquella maquinaria, empujada por tan encendidos ideales, no había de pasar de la tercera edición. Lástima…
Siempre, o casi siempre, suele aparecer alguien que intercede por un individuo dotado de talento para las artes y la ciencias, para que este acceda a una circunstancia de superación y mejor proyección. El profesor Delfín Chamorro habría de ser quien diera la oportunidad al vate para que continuara sus estudios en el Colegio Nacional de la Capital.
En aquella lejana época, el citado colegio era sinónimo de alta consideración y de excelencia, pues en sus aulas la reputación valía su peso en oro, gracias a formadores del pensamiento y de la conducta como Ramón Indalecio Cardozo, Simeón Carísimo y, desde luego, Delfín Chamorro.
Ha de saberse que en ocasión de la visita del poeta uruguayo Juan Zorrilla de San Martín al Colegio Nacional de la Capital, el vate guaireño leyó un poema de su autoría en homenaje a tan ilustre visitante. El autor de «La leyenda patria» (1879), «Tabaré» (1888), «La epopeya de Artigas» (1910), entre otras obras, quedó impresionado con la sensibilidad de Ortiz Guerrero y, dando un abrazo al director de la casa de estudios, le dijo que había nacido un artista de talla americana. A propósito, en el texto literario puede leerse un documento entregado a «Manú». El mismo forma parte de un testimonio por la obtención del primer premio en el concurso literario en homenaje a Juan Zorrilla de San Martín y lleva las firmas de Bruno Guggiari, Alejandro Guanes y Juan E. O»Leary.
Ocurrió algo, un acontecimiento, por decirlo así, que despertó en el ánimo de Guerrero una sensación extraña, tal vez cautivante. Había decidido ir con su amigo Natalicio González al teatro para presenciar una zarzuela en el Teatro Nacional. He aquí un párrafo: «Aceptada la invitación, fueron caminado desde la plaza Uruguaya por la calle Palma, pasando por el Panteón de los Héroes, y luego bajando hacia el río. Solo faltaba cruzar la vereda para llegar al teatro cuando, de un sulky tirado por dos caballos blancos, vieron que flotando entre sedas y encajes bajaba una dama hecha de jazmín y porcelana». Era una mujer quizás ya entrada en carnes, pero que aún conservaba su atractivo. Ella iba al teatro, como «Manú». Y a la noche siguiente, buscando volver a verla, él fue de nuevo. Y también a la tercera noche. Había escrito para aquella señora, llamada Susana, como su madre, unos versos que hablaban claramente de su encandilamiento. «¿Juntó geometría, la nieve y el lirio, para hacerte el cuerpo, y un poco de aurora?/ Serpentino cuerpo de perfume asirio, ¡bendito mil veces! Perdona, señora./ Ya daban las doce, yo creí temprano, tú nada sabías de mi devoción:/ Tomaba, señora, con mi propia mano, para que no caiga de mí el corazón».
Ortiz Guerrero, como hombre sensible, tal vez airado ante los abusos cometidos por la gente ávida de poder, fue haciendo una campaña contra la esclavitud en los yerbales y obrajes, a través de un pequeño semanario llamado «Prometeo». Y fue por más, porque en el número de marzo de 1916, escribió un manifiesto a través del cual llamaba al pueblo a movilizarse en la plaza Independencia contra la esclavitud.
La lepra lo alcanzó. Ya presentía, desde luego, su mal, pero debía consultar con un galeno, un especialista, para llegar a la confirmación. El doctor Luis Zanotti Cavazzoni, dermatólogo renombrado, fue quien luego de examinarlo minuciosamente, le dio el contundente diagnóstico: mal de Hansen.
Comenzaría a partir de entonces para «Manú» un verdadero vía crucis. Cuando sus vecinos se fueron enterando (los rumores son veloces como las gacelas) de su enfermedad, el vate conoció la marginación en su más cruel y despiadada manifestación.
Una mujer, Dalmacia (ella había perdido al hombre que amaba, pues se había suicidado), buscando hacer quizás más leve su desengaño ante la vida, decidió unir su destino al de aquel ser humano que inspiraba miedo en la gente.
Y el mal fue avanzando en su cuerpo, pero su espíritu no se doblegaba. Y los poemas seguían casi su curso natural, se diría, pues peleó la batalla de la poesía aún en las condiciones más miserables y dolorosas.
Este texto de Catalo Bogado Bordón aborda los momentos no solo emblemáticos del autor de «Loca», sino también muchos episodios ubicados dentro de un contexto histórico (la presidencia de Albino Jara, la Guerra del Chaco) dignos de registrar en la memoria. Las fotografías o ilustraciones hallados en el libro son de mucho valor. La obra se lee con fluidez.
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