Interrogación vital y preocupación metafísica, «Telar de sombras»

Interrogación vital y preocupación metafísica, «Telar de sombras». Por Juan González Soto

Un poema puede, también, ser un instrumento propicio para la introspección y, a partir de ella, ser capaz de ejecutar una reflexión de hondura metafísica. Sin embargo, en el momento en que se elige un poema de entre otros, con el objetivo de establecer un diálogo futuro a través de un comentario, no existen los argumentos que decidieron la elección, o los argumentos no son tales. El lector, entonces, fue incapaz de expresar los que decidieron su preferencia por el poema —o este lector no fue capaz de argüirlos. Pudo ofrecer, eso sí, alguna motivación de índole estrictamente poética, que es como decir que no tenía argumentos, que no sabía las razones. ¿Tal vez la decisión que le hizo optar por un poema nació de un complejo nudo de subjetividades?

Es ahora, pasados ya muchos días —y aun semanas— de aquel momento en que elegí el poema de Teresa para su posterior comentario cuando puedo vivir la ficción, o avizorar el espejismo, de tener para mí las razones que motivaron mi elección. Se trata, se dirá, de explicaciones a toro pasado, cuando todo son pases, o cuando es dado imaginar que tal vez pudieron darse. Lo que sí es evidente es que son hipótesis nacidas ahora, y que no fui capaz de establecerlas en el exacto momento en que decidí mi preferencia por el poema. Sin embargo, las hipótesis que ahora aduzco no tienen por qué ser desestimadas. (Nombrarlas ahora no implica que entonces no existieran en mí como motivaciones subjetivas, como porfiadas motivaciones que, aunque existieran, me eran indescifrables).

Antes de nada, he aquí el soneto de Teresa.

Un manantial nació para mi sombra
al declinar la luz del mediodía,
como si fuera la edad una bahía,
y su tiempo el sujeto que me nombra.

Es tentador tenderse en esa alfombra
de agua clara y sangre en armonía
replegándome en la palabra mía,
tejiendo del deseo que me asombra.

¿Habré vencido al fin a la tiniebla?
¿Acaso alguien vence el caos idiota,
el oscuro deseo de ser niebla?

Ser noche y día, ésa es la derrota.
Tras descubrir la luz en la tiniebla,
ignorar lo puro, rozar su nota.

Imagino hoy cuanto percibí en la primera lectura del soneto que Teresa ofrecía. Junto a su enome carga de profunda reflexión personal, noté —o ahora quiero suponer que percibí— una suave, a la vez que alambicada, cadencia, un dulcificado, a la vez que complejo, movimiento. Nacía —confío en que este comentario consiga llegar a su develamiento— de las medidas ataduras que vinculan las dos partes del soneto, del enigma propuesto en el primer terceto en forma de preguntas y, también, de la final resolución del poema. Estoy hablando, en definitiva, de que me fue dada la lectura de un soneto íntimo en cuanto a desarrollo a la vez que rotundo en elaboración y profundo en conceptos.

Los cuartetos presentan la plasmación de la arribada a una particular madurez psicológica y evolutiva. Se introduce mediante una imagen tópica, la declinación de la luz del mediodía (2) y se reduplica mediante una asociación novedosa, como si fuera la edad una bahía (3). El centro de este primer cuarteto está limpiamente señalado en el arranque, Un manantial (1). Los correlatos con que avanza y evoluciona están, en verdad, muy logrados. Ese manantial nace y discurre encaminándose hacia la sombra (1) de la poeta y desemboca en una bahía (3). Los cuatro versos iniciales presentan, además, dos elementos en contraste. Uno de esos contrastes es vivísimo (sombra – luz del mediodía); el otro, está dulcemente suavizado (manantial – bahía). En este último se percibe un tránsito, el crecimiento evolutivo de que se habló más arriba. Ha sido logrado retomando la antigua y venerable imagen del río y su arribada al mar. En el soneto de Teresa, la elección manantial convertido luego en bahía no mitiga el estremecimiento de la fatalidad de la vida que conduce a la muerte; sin embargo, lo enuncia con palabras nuevas y evoca un movimiento en la etapa de la madurez vital. Hay otra perspectiva que convendrá tener en cuenta. Ese manantial prístino es también el deseo naciente, que luego se aquietará en la leve suavidad de la bahía.

Junto a esos dos contrastes, en los versos 3 y 4 se obra una identidad tautológica en apariencia, edad – tiempo. La edad, el sucesivo recuento de los años, se incorpora, mediante una comparación, a la bahía (3). Es la edad, en consecuencia, el motor del tránsito mediante el cual un manantial pasa a ser una bahía. Junto a la edad, el tiempo, idénticos en apariencia. Pero la dependencia sintáctica de ‘tiempo’ decide un nuevo avance en el remate del cuarteto. Al estar precedido por el adjetivo posesivo ‘su’, ‘tiempo’ depende de ‘bahía’. Así, en lógica consecuencia, un manantial deviene bahía de resultas de la acción del tiempo. Pero hay más, los versos 3 y 4 son sintácticamente paralelos: como si fuera la edad una bahía / y [como si fuera] su tiempo [de la bahía] el sujeto que me nombra. Tras la identidad, mediante la comparación edad – bahía, aparece tiempo – sujeto. Jaime Gil de Biedma escribió El tiempo, ya todo se comprende. El tiempo hizo que el manantial llegara a ser bahía; el tiempo que me ha hecho llegar a ser quien soy; el tiempo, el sujeto que me nombra (4), escribe Teresa. Soy tiempo, él me designa.

Todo el universo de correlatos que se opera en el primer cuarteto apunta —ya se dijo— hacia el ámbito de la madurez evolutiva. Qué deparan los cuatro siguientes versos. El arranque es una breve aliteración que ocupa las cinco primeras sílabas, el hemistiquio del verso 5 (Es tentador ten[derse]) y que parece aludir al tic-tac del reloj del tiempo. Y la imagen con que se cierra ese mismo verso, esa alfombra, apunta hacia la imagen plástica, vívidamente táctil en que se aquieta el hilo de agua que fue manantial. Un manantial, que ha llegado a ser una bahía deviene, ahora, esa alfombra, que es de agua […]y sangre (6), los líquidos que nombran la vida. En esa alfombra, dice la poeta, es tentador tenderse mientras se repliega en la palabra. (El verbo ‘replegarse’ es significativo. Se emplea habitualmente para indicar que un ejército vuelve a su posición después de haber acometido un ataque en la batalla. En ese lugar se prepara para intentar otro con mejor fortuna. El término, usual en un ámbito militar —y que quizá naciera en él—, se corresponde en esencia con dos acciones consecutivas, ‘volver’ y ‘reflexionar’.) Tendida en esa alfombra, dice la poeta, vuelve hacia la palabra, hacia su palabra. El verso que cierra los cuartetos no sólo invita a continuar la aliteración del verso 5 (Es tentador tenderse […]tejiendo) sino que recupera el campo semántico de esa alfombra. Alguna vez Dorita Nouhaud ha sugerido la pertinente y no casual ilación entre ‘lo textil’ y ‘lo textual’. Ella ha dirigido su atención hacia la literatura andina en su relación con los quipus. Los hilos, sus colores y sus nudos, son un texto en espera de ser interpretado. Y sucesivas interpretaciones esperan, a su vez, otras nuevas. Se trata, en definitiva, de la participación del texto y del intérprete para la elaboración de un nuevo texto y de una nueva interpretación. Dorita Nouhaud está aludiendo con una nueva metáfora —bellísima, por cierto— a la conocida concepción del texto literario, la literatura entera, como un gran e inacabable palimpsesto, a sus inagotables reescrituras y reinterpretaciones. El gerundio ‘tejiendo’ —suavemente activo, como todo gerundio— que ha elegido Teresa se halla, sin duda, en esa misma línea. No obstante, en el soneto también puede considerarse desde una perspectiva vital, y no exclusivamente literaria. El principio activo ‘tejiendo’ lleva desde una perspectiva sintáctica a deseo, que, a su vez conduce, inevitable, a palabra mía (7). Sin embargo el verdadero principio activo reside en la propia poeta. Esta doble posibilidad de dependencias sintácticas permite tanto el acercamiento a la propuesta de Dorita Nouhaud —el texto es un tejido que se ofrece a sucesivas reescrituras y reinterpretaciones, siempre inacabadas, y siempre inextinguibles— como a la consideración de que la propia poeta es quien está tejiéndose a sí misma a la vez que es también tejedora de sus sucesivos deseos. En cualquier caso, no se trata de una ambigüedad, sino de duplicidad de sugerencias y de sentidos. Que este comentarista prefiera la segunda opción resulta de haber considerado el conjunto de los dos cuartetos desde una interpretación concreta. Ambos cuartetos avanzan hacia el desarrollo de los ámbitos de la madurez vital y, también, del esforzado empeño por el detenimiento reflexivo sobre esa misma madurez.

El punto de inflexión del soneto, la arribada a los tercetos, se ejecuta mediante un álgido estadio pleno en tensión dramática. A la madurez y al gozo le sigue la inquisición angustiosa. Las preguntas contenidas en el primer terceto no son vano retoricismo. Apuntan hacia una interrogación esencial y compleja. ¿Acaso la arribada a la madurez y a la conciencia nos acerca cuanto fue deseado a la vez que nos aleja del deseo mismo que nos nació dentro, un deseo que, a medida que nos va creciendo, nos sumerge irremisiblemente en la confusión y nos conduce al caos? Los rasgos lingüísticos con que discurre la argumentación de esa inquisición angustiosa, existencial, pueden centrarse en tres: la rima en dos vocablos de muy cercana significación y forma (tiniebla – niebla, 9, 11, 13), la sorprendente, si no chocante, adjetivación para el sustantivo ‘caos’ (caos idiota, 10), y la repetición del verbo ‘vencer’ en interrogación dubitativa (¿Habré vencido […]alguien vence? , 9, 10). Y es en el adjetivo que precede a ‘deseo’ (oscuro), tan aparentemente simple, en apariencia común, donde se acumulan los efectos del material lingüístico al que se ha aludido. En efecto, la resonancia tiniebla – niebla, la adjetivación elegida para caos y la repetición, en interrogación dubitativa, del verbo ‘vencer’ hallan en el adjetivo ‘oscuro’ todo su maléfico o perverso poder. La palabra ‘oscuro’, así, llega a contener su significado más pleno. (He aquí la verdadera poesía, aquella que posibilita tornar a las palabras el significado que le fue arrebatado por el repetitivo o el inconsciente uso.)

En definitiva, el primer terceto resulta de una habilidosa operación de contraste en que las angustiosas preguntas se resuelven en un logrado verso 11: ese oscuro deseo de ser niebla. El deseo, que fue manantial, y que pasó a ser sombra, ahora llega a ser exasperante oscuridad, tiniebla.

Tras esa suerte de admonición, el terceto final, el remate, los tres versos con que llega el soneto a su colofón, reitera, mediante sucesivos incrementos, la cualidad de la aceptación de la contradictoria naturaleza que nos habita y que, en definitiva, nos configura, y, fatalmente, somos. Ser noche y día es el primer hemistiquio del verso 12. La palabra que cierra ese mismo verso duodécimo, derrota, está en diálogo con el verbo ‘vencer’ al que antes se aludió. Pero también es un correlato de ese oscuro deseo del verso 11. Debe tenerse en cuenta que ‘derrota’ es también ‘ruta’, ‘rumbo’ en el ámbito marinero. Elocuente prueba de que este sentido es el conveniente es que la poeta lo afianza al sugerirlo en el verso siguiente cuando escribe el verbo ‘descubrir’ como acción en que también se involucran ‘avizorar’, ‘columbrar’, ‘ver a lo lejos’. Es sabido que la palabra ‘derrota’ no incorpora el significado de ‘ir a la deriva’, sino que alude al rumbo que ha sido previamente decidido o fijado. Así, los dos infinitivos del verso 14, ignorar […]rozar, indican in præsentia estos otros in absentia, ‘saber’, ‘conocer’, ‘constatar’ y ‘tocar’, ‘llegar’, ‘arribar’. El deseo que vive en la poeta, en cuanto fuerza interior, en cuanto impulso nacido dentro, es llegar a saber, salir hacia fuera. Pero el deseo mismo lleva grabado en sí una marca indeleble, un rasgo ineludible y fatal, la no consecución de lo ansiado, o, como mucho, un logro nunca completo, apenas rozado, ignorado, en definitiva. ¿Por qué se desea de esa manera? Movidos por el poderoso motor que el deseo nos hizo nacer dentro, encaminamos nuestros pasos hacia lo ansiado. El rumbo, la derrota, el camino que se sigue, ¿conduce hacia cuanto fue deseado? Y, si es así, ¿no está la ruta inmersa en tinieblas, en sombras, en oscuridades inquietantes?

El soneto llega a su colofón mostrando la angustiosa aceptación de quien se sabe habitante de la contradictoria sustancia del paso del tiempo y de los sinuosos movimientos de los deseos que nos habitan. Somos, a la vez, sombra y luz, manantial y río en su desembocadura. Antonio Gamoneda, en un reciente poemario, supo decir en tan sólo dos versos cuanto Teresa ha sabido desplegar en la sabiduría de los catorce de su soneto: Esto era el destino: / llegar al borde y tener miedo de la quietud del agua.

Ahora sé decir por qué elegí este poema de Teresa. Quizá las razones de ahora, al acabar el comentario, no se correspondan con las de entonces, el momento de la elección. (Recordar quizá sea también —y sobre todo— inventar lo recordado.) El soneto contiene la evidencia del por qué la poesía es, o puede llegar a ser, un valioso instrumento con que conseguir un intenso diálogo con las preocupaciones más íntimas y, también, más esenciales. Alguien se pregunta acerca de sí mismo. La palabra poética es capaz de ejecutar esas interrogaciones y de acercar a los labios su pronunciación más cabal.

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Comentarios1

  • Marcelo Terral

    Wow, nunca he visto un análisis tan detallado de una obra. Me ha encantado y he aprendido muchísimo en cuanto a lo que puede pensar un poeta al escribir sus versos. Magnífico!



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