Recientemente ha presentado su poemario Mientras brille la luna la poetisa María Eugenia Garay. El texto lleva el sello editorial de Servilibro.
Ya en el título del libro, la palabra luna, viene a ponernos en aviso de la identificación del lenguaje con el despliegue del universo, del cosmos casi fraternal, que caracteriza a la autora.
Es notable cómo muchos versos, algunos endecasílabos, y otros alejandrinos, hacen una suerte de vuelo rasante, sin tocar casi la Tierra, para perseguir los sueños, la bujía pasional de María Eugenia Garay. Esos embelesos que se manifiestan tan abiertamente, están escondidos, sin embargo, más allá de los astros, de los cuerpos celestes.
El sentido de plenitud, de concordancia anímica con los luceros, las estrellas, los vientos, el cosmos en quietud aparente y el ramaje de los grandes árboles sobre los que cae el aliento de algún lucero nos hablan de un lenguaje grandilocuente, pero bien estructurado dentro de una forma por demás ceñida al buen decir.
Y luego está el sentido de la ausencia.
La añoranza de la casa que fue suya un día, y que ya no lo es.
Quizás las páginas dedicadas a la casa donde crecían los malvones, y donde el aljibe guardaba el rostro de la luna, y donde estallaban en todas sus formas las diversas flores y los árboles que daban sombra a los largos corredores de la vivienda, quizás esas páginas, repito, sean las más ligadas a sus sentimientos genuinos y a su peregrinaje interior, porque qué niño no añora el sitio donde descubrió el placer de jugar y de desplegar el velamen de la alegría.
La melancolía o, para ser más exactos, aquella tristeza de sus versos que evocan a los abuelos va armando poemas de madera especial porque la interpretación de un pasado que ya no es suyo, que cerró la puerta tras de sí, tiene una gran fortaleza poética.
Este es un libro para sentirlo como de uno mismo. Es el poemario de los desterrados, de quienes dejaron sus querencias y cambiaron de techo, de alero, de lámparas, de ventanas.
Quién no ha crecido en un hogar donde la alegría era el pan cotidiano y el juego feliz a la hora de la siesta calurosa auguraba un destino de eterna alegría.
Pero suele ocurrir que lo que es, la admiración detenida en las flores más hermosas del jardín, el suspenso, el sueño, la fatiga de correr tras la ilusión primera, pasan a ser parte del pasado.
Recordando la casa donde vivió, donde se gestó ya su espíritu de poetisa y el viento habitó sus entrañas, los poemas de María Eugenia Garay suenan, casi sin pausa, a un alejamiento doloroso, aunque a la vez cubierto de dulce melancolía.
Esas magnificencias, ese ayer amado, quedan soterrados en su memoria. No puede dejar de extrañar las paredes, la voces lejanas, perdidas ya de sus dueños. En otras palabras, la autora no logra dejar de extrañarse a sí misma conversando con los abuelos, oyendo historias que embelesan, contemplando la lejanía desde alguna ventana, caminando, descalza sobre las baldosas, tocando la dicha con los dedos.
Ah…, casa de la infancia que no puede detener los signos letales de su sino y debe ver partir también a los hijos, a sus hijos, a sus habitantes queridos que jugaban a la rayuela sobre el piso de calculada geometría y corrían por los largos corredores.
Hay un bullir de imágenes y de colores en los muchos poemas de la escritora.
Todos buscan el esplendor de las palabras que forman un perfecto maridaje con la esencia del ritmo, de la cadencia, de la sonoridad.
El destino de la casa era ser guardado primorosamente en un pequeño baúl donde también están los grifos, la terraza, el aire irrepetible del atardecer, el cantar de la cigarra y los sonidos de las aves varias.
Creo que este libro es uno de los mejores que ha producido, dentro de su ya vasta publicación, María Eugenia Garay.
El cosmos fraterniza con sus labios y busca las palabras que lo dejen esplendente.
Un aire de flores agitadas levemente por el viento sube por las cavidades nerviosas de los poemas.
La convocatoria al éxtasis está hecha.
Mientras brille la luna, los versos asoman a cada página del libro.
Poemas atemporales
El Taller Literario de la Universidad Iberoamericana sigue dando los mejores frutos de su producción. Es así que, al finalizar casi el año, once poetas a los que discipula el escritor y poeta Victorio V. Suárez, han publicado un libro o poemario colectivo que lleva el título claro y elemental de Versos atemporales.
Cabe decir que sobre estos versos no caerá el tiempo, que todo lo empaña, y que convierte la dicha del poeta en un ayer de distracción y vaguedad.
El libro fue publicado por la editorial Servilibro.
Los once versificadores o vates que figuran en la antología son Lucinda Barrientos, Roger Cantero, José Félix Carrillo, Elba Delgado, Natalia Echauri, Stella Machuca, Gloria Marecos, Gabriel Ojeda, Genaro Riera Hunter, Vanessa Sandoval y Ulises Viveros.
De más está decir que la calidad de los poemas habla, con elocuencia, de la madurez que han adquirido en el arte de versificar, los autores.
Este Taller Literario de la Universidad Iberoamericana es único en su género, en el sentido de la permanencia.
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