Ayer soñé contigo, Dios. Tú eras
el trueno de las doce y la alta luna
en una vieja noche entumecida.
La fiebre, pobre Dios, se te hizo furia.
Venías a decirme que me di
con mi gorrión amado a alegre fuga.
Y yo ni arrepentida ni miedosa
sentí que no era más tu rosa única.
Oíamos al mar golpear su pecho
contra la blanca estatua de la espuma.
Veíamos el cielo derramarse
como un amor de luz que no se cura.
Por un instante el grillo de una rama
calló a otro grillo de las flores muchas.
Con lámpara en la mano te miré:
¡y vi en tu rostro un llanto de criatura!
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