Poemas de Derek Walcott
- Cul de Sac Valley (I)
- Cul de Sac Valley (II)
- Cul de Sac Valley (III)
- Cul de Sac Valley (IV)
- Fama
- Gros-Ilet
- Los mariscadores de caracolas
- Mañana, mañana
- Silabario escolar
- Valle Roseau
Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Derek Walcott:
Cul de Sac Valley (I)
Un recuadro de amanecer
en un taller en la falda de la colina
dio a estas estrofas
su zancuda forma.
Si mi oficio es bienaventurado;
si esta mano fuera tan
esmerada, tan honesta
como las de su carpintero,
cada marco, resuelto
en sus ángulos, se haría
eco de esta construcción
de madera sin pintar
como las consonantes, volutas
salidas de mi cepillo de carpintero
en el criollo fragante
de su veta natural;
desde una mesa de caballetes
se enroscarían a mis pies,
ces y erres, con raíz francesa
o africana occidental
de un rico dialecto,
nunca leído
pero ligero sobre la lengua
de su senda nativa;
pero los árboles se acercan
a mi cordel calibrado
en forma de tablas biseladas
de pino sin pintar,
como el murmullo de la caracola,
la exhalación de la madera refresca
la memoria con su aroma;
bois canot, bois campêche,
siseando: Lo que quieres
de nosotros nunca podrá ser,
tus palabras son inglés,
es un árbol diferente.
Cul de Sac Valley (IV)
Al oeste de las estrofas
escritas por el amanecer,
las plantaciones de plátanos responden
a su luz; por encima,
un halcón que describía círculos
con mi corazón en su pico
hasta el borde del mundo,
lo trae de vuelta
al puente que se desvanece,
al río que se revuelve
en su lecho, al risco
donde regresa el árbol
tras sus lecciones, tarde.
¿Cuál era su cabaña?
Ella asciende en línea recta
por los escalones de este verso,
y se sienta para cenar
pan y pescado frito
mientras los árboles repiten su
umbrío inglés.
Las ventanas de la cabaña resplandecen.
Las verdes luciérnagas describen arcos,
incendiando Forestière,
Orléans, Fond St. Jacques,
y el bosque se duerme,
sus ojos cerrados,
a excepción de una mirada
desde una choza iluminada;
ahora, por encima del libro cerrado
de pequeñas cabañas que se deslizaban
bajo los faros del coche, la cima
de una colina como una pirámide.
En la noche caliente como un horno
vuelan las brasas. La puerta de una tienda
proyecta un recuadro de luz
sobre la carretera y un olor
a pescado en salazón. Un montón de arena seca
se esparce en estrellas.
Similar a un gato, la isla de la Paloma
aferra el mar con sus garras.
Mañana, mañana
Recuerdo las ciudades que nunca he visto
exactamente. Venecia con sus venas de plata, Leningrado
con sus minaretes de toffee retorcido. París. Pronto
los impresionistas obtendrán sol de las sombras.
¡Oh! y las callejas de Hyderabad como una cobra desenroscándose.
Haber amado un horizonte es insularidad;
ciega la visión, limita la experiencia.
El espíritu es voluntarioso, pero la mente es sucia.
La carne se consume a sí misma bajo sábanas espolvoreadas de migas,
ampliando el Weltanschauung con revistas.
Hay un mundo al otro lado de la puerta, pero qué inquietante resulta
encontrarse junto al propio equipaje en un escalón frío cuando el alba
tiñe de rosa los ladrillos, y antes de tener ocasión de lamentarlo,
llega el taxi haciendo sonar una vez la bocina,
deslizándose hasta la acera como un coche fúnebre-y subimos.
Cul de Sac Valley (II)
En la grava del riachuelo
empiezan las suaves guturales,
en el valle, un perro mestizo
que ladra una negra vocal
emite óvalos que se desvanecen;
junto a un puente de hierro rojo,
trabajadores con palas
rastrillan asfalto borboteante,
cada áspero chirrido
trae hasta esta altura
una lengua que hablan,
pero no saben escribir.
Como la idea perdida
del alma visible
que aún arde aquí,
sobre una tierra analfabeta,
el humo azul se eleva a gran altura,
su columna inalterada,
desde esa cicatriz ocre
del desmonte de una carbonera.
La corteza de las nubes se abre
como la de las hogazas
envueltas en hojas de higuera
en un ennegrecido horno de arcilla.
En un barril de lluvia, el agua
se alisa como un espejo;
la hija de un árbol de la lima
estudia en él su rostro.
El joven árbol se desdobla
en una muchacha que corre escaleras arriba
desde el patio, para incorporarse a
esta estrofa. Ahora las lágrimas
se agolpan en sus ojos,
lágrimas de un espejo, al tirar del nudo
en su nuca el peine de su
madre; ésta se da cuenta
y dice: «En Su semblante
resplandecen todos los valles.»
Rápidas, sus manos
peinan la trenza del arroyo.
Las flores de tiza garabateadas
en la pizarra negra del asfalto
y la campanilla del hibisco
le dicen que llega tarde,
mientras el oleaje en las ramas
crece como el cardumen
de pupitres blancos y azules
de la escuela pública,
recitando este lenguaje
que, sobre un encerado,
la ciega como una página
de fulgor sobre la carretera,
así que, deambula hacia
el silencio interior a lo largo de
un rojo sendero que el bosque
engulle como una lengua.
Los mariscadores de caracolas
Dado que la peluda ortiga, la bifurcada mandrágora y la maligna
seta, la baba de sapo o el afilado y espinoso erizo
son, por su naturaleza, venenosos, no deberíamos dudar de
lo que murmuran haber visto con sus ojos de luna los mariscadores de
caracolas.
¿Quién es este príncipe? ¿Qué yelmo lleva?
Vemos volar alto a los rabihorcados carroñeros, cada vez más abundantes,
vemos que nuestro aliento traza formas vacilantes,
pero ¿qué es lo que le perturba en los empapados acantilados,
mientras mira las estrellas insomne como el mar?
¿Qué embozados rumores atraviesan el reino,
ocultándose de las linternas de los vigilantes nocturnos en las calles mojadas?
Abofeteados por nuestros inquisidores, los mariscadores de caracolas sólo
farfullan:
«Es como una concha soldada a la roca del mar,
y no hay cuchillo que pueda desprenderla».
Los sutiles torturadores
fingen creerlo. El moderno sermón del prelado
muestra que no hay mal, tan sólo voluntad mal orientada,
pero los ojos de los pescadores de caracolas son grises como ostras
y la negra vela se desliza lentamente bajo su quilla musgosa.
«Es Abdón el usurpador, a cuyo corazón se adhiere el sapo.»
«No hay nada bajo su yelmo salvo vuestro miedo».
«Ha bebido las cuencas sorbidas de sus propios ojos,
y escamosas garras aferran la empuñadura de su espada».
«¿Y reaparece una vez que habéis hecho la señal de la cruz?»
«Sí. El escorpión de mar acude a su silbido como un perro».
«Bajo su saliva ácida los buitres despliegan sus paraguas,
y el mar reluce como su cota de malla a través de la niebla.
Se aferra al cuello de este mundo y no hay forma de desprenderle».
Cuando les damos caldo, y esto se prolonga durante noches,
el más joven mira el vapor hasta que se enfría.
«Si es Abdón el usurpador, ¿qué usurpará?»
Se estremece. «Ojalá se le enfrenten plateadas legiones de serafines».
Les explicamos que es la luz de la luna amotinada sobre las olas,
el espejismo de los pescadores, que tan sólo están enloquecidos
por la sal en los cortes de las palmas de sus manos, pero todos creen
que es Abdón, que lo que se yergue en el empapado rompeolas,
haciendo temblar sus alas nervudas como un perro mojado,
erecto como una pastinaca, es una manta, no el demonio;
pero el más joven repite con voz inhumana
por la afonía, como el cansino retirarse de las olas
sobre la roca ulcerada por las caracolas: «Si no es él, ¿por
qué entonces desgarran la luna las nubes de negro manto
y ahogan su redondo grito como el de una loca?»
Ojos salvajes como caracolas sobre la cuchara alzada.
Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.