¡Qué jauría salvaje! La oigo rugir
y estoy ausente, sola, tan ajena.
Los chacales que rondan en mi noche
no tocan, no desgarran; sólo acechan.
Sí, tú, diente feroz, podrida hiena,
que con tu agudo hocico
olfateas mi huella.
Oh, padre, padre amado, cuánto ansío tu mano
sobre mi cabellera.
Oh, dulce amigo,
arrebatado a mí por la tormenta,
rompa tu fuerte abrazo
este anillo de llamas que me cerca.
Y tú, muerte que retrocedes,
ven, acércate, hiere!
que tu río me invada, me avasalle,
y me arrastre por siempre entre su gleba.
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