Llegué tardía,
con una inmensa ilusión fraguada en la esperanza
de que todo sucediera.
Traía la ternura para regalarte;
bajo mis párpados, febriles vuelos de golondrinas
y maduros racimos en mi costado.
Llegué pródiga: puro deseo era de agasajarte.
Pero había ya -en amorosa cópula- fecundado Dios
el codiciado centro de tu dilatada hondura.
Fue tu desmesura en todo, tu exaltación constante.
Qué derroche lujurioso cubrió tus primaveras
y empapó tu boca con el néctar añejo de los dioses...
Qué infinito acorde de prorrumpida música
deleitó tus armonías...
Henchida tú y enardecida, rebosando éxtasis,
pájaros míticos te brincaban regocijando la tarde,
mientras la oscura sinrazón del olvido
se adueñaba de mí. De mí, sí, que te amaba
con el transido desvelo de mi pecho enamorado,
que aguardaba de ti rendido fervor y mágica correspondencia.
Relegada quedéme, al agravio sometida de tu vértigo lunar
y tu ceguera. Y duéleme tu olvido de mí,
duéleme, sí, tu desdeñosa indiferencia.
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