Elsa López

Elsa López es una completísima y respetada escritora española, nacida en la isla Bioko, anteriormente conocida como Fernando Poo, en el año 1943. En su adolescencia, luego de haber pasado un tiempo en La Palma, se mudó a Madrid, donde realizó sus estudios secundarios. Más tarde, se licenció en Filosofía y comenzó a trabajar como profesora de Literatura Española en Suiza. Asimismo, impartió clases en institutos españoles, fue presidenta de la Sección de Literatura del Ateneo madrileño por dos años y dirigió la editorial Siddharth Mehta, luego de lo cual creó la suya propia, llamada Ediciones La Palma.
Esta incansable promotora de la cultura, no sólo ha realizado cuanta actividad cultural ha podido hasta el momento, sino que es autora de una vasta y variada obra, donde encontramos los poemarios "El viento y las adelfas", "Del amor imperfecto", "Al final del agua", "La pecera" y "A mar abierto", sus novelas "El corazón de los pájaros" y "Una gasa delante de mis ojos", así como su libro de antropología "Identidad rural y etnicidad insular". Como si esta diversidad de géneros no fuera suficiente, también ha escrito biografías y guiones. A continuación, es posible disfrutar de algunos poemas de esta gran escritora, como ser "Yo no quiero morirme sin saber de tu boca...".

Poemas de Elsa López

Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Elsa López:

Yo no quiero morirme sin saber de tu boca...

Yo no quiero morirme sin saber de tu boca.
Yo no quiero morirme con el alma perpleja
sabiéndote distinto, perdido en otras playas.

Yo no quiero morirme con este desconsuelo
por el arco infinito de esa cúpula triste
donde habitan tus sueños al sol de mediodía.

Yo no quiero morirme sin haberte entregado
las doradas esferas de mi cuerpo,
la piel que me recubre, el temblor que me invade.

Yo no quiero morirme sin que me hayas amado.

Los domingos no llueve...

Los domingos no llueve.
Me quedo como muerta detrás de los balcones
y espero de la tarde cualquier cosa distinta.
Pero no llegas nunca.
Te olvidas de mi pelo
y del vuelo ligero que emprende al contemplarte.
Mis costas se te pierden
y te olvidas del sur y de mi boca.
Te olvidas de la lumbre,
de la flor siempreviva
y del mar con naranjas.
Te olvidas de que existo
y que quizás te ame mejor que ningún día.

Tan sencillo este amor...

Tan sencillo este amor,
tan luminoso,
y tú no aciertas nunca
a saber de verdad lo que me pasa.
Lo que me pasa, amor,
es que te quiero,
es que el aire se agrupa de corceles,
golondrinas de mar,
garzas azules.
Lo que te ocurre, amor,
es que eres tonto,
que mi amor se ha quedado flotando entre los brezos
y tú no aciertas nunca
a saber de verdad lo que me pasa.
Tú que lo sabes todo,
que todo lo adivinas y comprendes,
¡Qué tonto eres, amor!
¡Qué tonto eres!

Recuerdos

Recuerdo el amor que me nacía al tiempo de la lluvia.

Recuerdo los baúles y las colchas de hilo,
las flores de lavanda volando por espacios abiertos y felices,
aquella despiadada multitud de grillos debajo de las lápidas,
y tus besos, pan y aceite, detrás de los postigos.

Recuerdo aquellos días cuando tú me besabas
tras las torres caídas del castillo y las olas.
Y recuerdo las noches naufragando tu cuerpo
en aquella penumbra universal del hambre.

Yo entonces era otra.
Pero no he renunciado ni al amor ni a la herida.

El extranjero

Tú eres Aquiles, el hermoso perdedor,
el de la espada de hierro,
el de la radiante cabeza coronada,
el mejor.
La verdad que sí,
¡Oh dioses inmortales!
que eres realmente bello.
Y no me extraña en absoluto
que Helena perdiera el aliento

y su peplo de seda,
al verse frente a ti
arrojadas al mar sus sandalias de cuero.

Yo soy Tersites, el guerrero aplastado por tu brazo
y el peso brutal de tus caballos.
Yo soy el que te ama
en medio del fragor de las batallas,
mordido y ensangrentado por tus perros.

La madre

Estos días azules y este sol de la infancia.
Antonio Machado




Cuando murió la madre lo supo de una forma distinta,
poco clara quizás.

De herencia le dejó un álbum de serpientes,
una cómoda antigua con cristal de bohemia,
un cuadro con jardines y una calle de plomo.
No lloró casi nada,
¿o mucho? poco importa eso ahora,
pero hoy, al recordarla detrás de los cristales
de esa ciudad sin niños,
le ha venido a la pena la imagen de su cuerpo,
una ventana, la isla de colores,
el muelle de granito con sus prismas dorados,
la casa, los anones, el mar, las plataneras,
oscuros paraísos cubiertos de sal fina
y una muchacha absurda de mirtos al alféizar
viendo morirse el agua
por detrás de la línea que llaman horizonte.
(La madre le contaba que le gustaba verse,
agridulce y romántica,
mirar aquellos barcos hacerse diminutos
y quedar engullidos por azules praderas.)